Para entonces, en las primeras décadas de la centuria anterior, se decía incluso que era una costumbre de “hace mucho tiempo”. Fumar opio era un hábito de un sector de los inmigrantes chinos, por eso las “casas del opio” de Lima durante la década de 1910 eran regentadas clandestinamente por chinos en zonas específicas de la pequeña ciudad que aún era Lima. Jirones como el actual Andahuaylas o Paruro acogían esos lugares abiertos para los viciosos que procedían de todas las clases sociales.
¿Cómo era Lima un poco antes, es decir, en la última década del siglo XIX?? En 1893 se había iniciado una confrontación política (que llegaría a ser guerra civil al año siguiente) entre seguidores del caudillo Nicolás de Piérola y del general Andrés A. Cáceres. Lima estaba muy descuidada. En una estadía del 15 al 18 de abril de ese año justamente, el viajero, historiador y periodista franco-argentino Paul Groussac (1848-1929), que andaba de paso hacia Panamá, pudo ser testigo de cómo se vivía en la capital en ese tiempo.
Groussac era un buen observador y no dudo en escribir una crónica de la urbe limeña para “La Nación” de Buenos Aires. Publicada en los días siguientes, esta describía así la capital peruana: “El aspecto todo de la vida limeña revela la pobreza o la estrechez... Las principales casas introductoras se sostienen escasamente; en cambio prosperan los `empeños’ (…). Para una capital de 120,000 habitantes hay dos o tres hoteles de tercer orden, amueblados y servidos a la criolla. El único tranvía lucha por la vida”.
Groussac mostraba una capital apagada, con gente yendo a misa y las casas de las familias ricas cerradas, con sus miembros fuera del país. En un escenario tan austero, por decir los menos, no era extraño que ya hubiera por esos años espacios de recreación y escapismos para muchos jóvenes y adultos. En ese aspecto, se instalaron en puntos específicos los “fumaderos de opio”, como eran llamados por los periodistas.
No era algo nuevo: en Asía, primero, y luego en la misma Europa proliferaron estos lugares desde décadas atrás; en algunos casos eran espacios lujosos y ostentosos, y en otros pobres, sucios y degradantes. En Lima, conscientes de su clandestinidad y novedad censurable, los regentes de esas casas abrieron sus establecimientos con temor y mucha osadía. La ley los perseguiría, pero no todo el tiempo.
“Vicio oriental”, “veneno”, “exotismo de galpón” era la manera en que la prensa de esos años calificaba el opio y su consumo. La noche era propicia para las incursiones opiómanas, aunque gente más viciosa no reparaba en nada y buscaba el opio en las tardes e incluso en las mañanas. Pero la hora de mayor afluencia del público era alrededor de la medianoche.
Casas de viejas tarimas y pipas desde donde fumar el humo eran para los “viciosos” el paraíso; allí podían “tener sensaciones exóticas y hacer la grande y suprema vida de las glorias espirituales”, testimoniaban los propios consumidores que no tenían ningún reparo en hacer el elogio del opio, vinculándolo con poderes fantásticos y vías de escape hacia el éxtasis; y porque “solo así se podía tener refinamiento en las sensaciones, calor en la sangre, placer estético en grado hiperbóreo”. Esto ya es parte de la historia de Lima, de la crónica roja de los medios de esos años iniciales del siglo XX, donde ya se calificaba, en general, el hábito como un “vicio repugnante”.
Barrios Altos era un espacio urbano proletarizado; allí vivían esforzados trabajadores, muchos de ellos inmigrantes del interior del país. Este barrio al este del Cercado de Lima tuvo que vivir por décadas con el estigma de haber amparado en sus calles esos receptáculos privados y muchas veces antihigiénicos de las casas de opio.
Hasta uno de los máximos compositores del vals criollo moderno, Felipe Pinglo Alva (1899-1936), vecino de Barrios Altos, dejó en una canción lo que potenciaba la costumbre opiómana en Lima. “Sueños de opio” es un vals de estilo delicado, pero no dejaba de ser una apología a la embriaguez del alucinógeno, el cual –dicen sus biógrafos– habría experimentado no él, sino un amigo suyo, cuya experiencia reflejó en la polémica composición. Se trató de un vals de gran calidad musical y que evidenciaba las fantasías que para la generación de Pinglo implicaron los “fumaderos de opio”.
Habría que recordar que el maestro Pinglo vivía en la calle La Penitencia, algo cerca de la esquina que esta calle hacía con la Iglesia de la Buenamuerte. No muy lejos de allí estaba la calle Capón, uno de los lugares asiduos de los “paraísos artificiales” que poetizó en el vals mencionado.
En esos cuarteles del humo, donde se iba “a la hora en que no se ven gentes amigas”, como indicaba el cronista de El Comercio en la edición del 10 de mayo de 1916, cayeron o resbalaron personajes tan respetables como el cuentista y periodista Abraham Valdelomar, y algunas veces el socialista e intelectual José Carlos Mariátegui; ellos experimentaron repetidas veces los efectos de esa droga, cuyo consumo no pudieron detener ni el estricto aunque populista Guillermo Billinghurst como alcalde (1909-1910) ni como presidente de la República (1912-1914).
Las campañas de El Comercio contra la proliferación de esos peligrosos lugares, las cuales se sucedían constantemente desde comienzos del siglo XX, se convirtieron en algo serio, editorial, a partir de 1916. Y es que el tema pasó de ser un asunto casi marginal a convertirse en un problema social, por momentos incontrolable, o peor, indiferente para las autoridades a las que se le criticaba por su inacción.
En mayo de 1909 se había demolido la calle Otaiza por razones sanitarias, ya invadida por ciudadanos de origen chino, quienes se ubicaron cerca del antiguo Mercado Central; esta población era la misma cuyos padres habían sobrevivido a los tiempos de la explotación guanera de la segunda mitad del siglo XIX.
Pese a la mala fama del opio, con el que se les vinculaba, la colonia china mantuvo su espíritu progresista, y demostró siempre una gran capacidad de resistencia ante la adversidad; por ello, la mayoría de sus miembros se dedicaron al grande, mediado y pequeño comercio en Lima y en el resto del país. Pero la marginalidad y el vicio en el que buena parte de la población limeña vivía en esos años, también tocó a los residentes chinos en la capital.
En lo que dejó Otaiza, surgió un pasaje: la “calle del Capón”, en la altura de la cuadra 7 del jirón Andahuaylas, donde se ubicarían luego algunas casas de opio. Pese a las denuncias periodísticas, estos locales de opiómanos -también los de juegos de casinos, actividad ilegal desde comienzos del siglo XX- siguieron funcionando sin que las ineficaces autoridades hicieran algo. Lugares conocidos para las apuestas en esa vieja Lima fueron el Baratillo, Polvos Azules y la calle Trujillo; tanto en esos sitios como en las casas del opio, el ambiente parecía ser “patibulario” y “promiscuo”, según los redactores de El Comercio de esos años.
Las casas de opio fueron un dolor de cabeza para las madres y los padres de las primeras décadas del siglo XX. Es conocido que fueron espacios en los que incursionaron algunos jóvenes aristócratas y de la burguesía local, quienes buscaban escapatorias artificiales. El cine mudo en el cinema Pathé no les bastaba, ni menos la reciente afición por la hípica en el hipódromo de Santa Beatriz ni el fútbol amateur que se disputaba entonces. La marginalidad del opio tenía cómo mantenerse con el dinero de las clases altas limeñas.
Según la revista “Variedades”, Nº 63, Lima, 15 de mayo de 1909 (págs. 254-256), la destrucción del callejón de Otaiza se había concretado más que por un tema sanitario por la abundancia de “las fumerías de opio, posadas clandestinas, fonduchos abominables, casas de juego”; e incluso, se añadía: “El callejón aquel era una afrenta a Lima y una escuela de inmoralidades y corrupción para los bajos fondos sociales”.
El consumo del opio era un vicio que el Estado peruano y la sociedad en general rechazaban, pese a tener sus defensores entre los artistas e intelectuales. ¿Qué es lo que pasaba cuando un sujeto entraba a esa “casa de vicio”? El opiómano tras fumar se quedaba dormido, y es allí, según confesaban luego, cuando soñaban cosas “fantasiosas” o “extraordinarias”.
El fumador se quedaba dormido una, dos o tres horas. A veces la noche entera… y a veces más. Los que vivieron o supieron de esa práctica cuentan que los locales chinos, unas casonas algo grandes, con salones más chicos, no eran necesariamente espacios de peligro sino de solaz o esparcimiento.
El cronista de El Comercio, que incursionó en una casa de estas de la mano de un iniciado, en aras de un periodismo objetivo y vivencial, concluyó de manera descriptiva en 1916: “En los fumaderos de Lima, después de las dos de la mañana, se puede contemplar que todos los concurrentes a ellos, en lugar de hallarse en posesión del sinnúmero de goces que dicen proporcionan el intoxicarse con opio, se encuentran imbecilizados, presos de una idiotez capital, que por cierto, se halla muy distante de ser el fundamento para ‘la obra de arte y de vida’”.
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