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Desde que el empresario norteamericano Kenneth Arnold, de Adaho, dio aviso el 24 de junio de 1947 de haber observado -durante un vuelo habitual- no uno sino nueve objetos voladores no identificados (ovnis), el hombre del siglo XX no volvió a ser el mismo. Ni tampoco su límpido cielo de noche o de día. Arnold pilotaba su avioneta con normalidad a la altura del monte Rainer, en Washington (EE.UU.), a donde iba por negocios, cuando se le presentó en línea, bien formados, nueve aparatos volares que pasaron frente a él a una increíble velocidad.
La descripción detallada de este primer testigo oficial permitió a la prensa mundial señalar a estos inusuales objetos como “platillos voladores”. Así, la forma percibida por Arnold los caracterizó desde aquel día de junio de 1947. No obstante, los avistamientos habían ocurrido antes, aunque sin documentarse debidamente. En el caso del Perú, se habló de una primera experiencia de ovnis en Chulucanas, Piura, en 1903.
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Pero, sin duda, lo que ocurrió en los EE. UU. dos años después del final de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), fue una verdadera ola de avistamientos. Tras la experiencia de Arnold en 1947, se sucedieron más casos que hablaban de un “objeto luminoso”, de una “forma de proyectil” o de una “figura más bien esférica”. La diversidad descriptiva imperaba.
Otro caso emblemático ocurrió en julio de 1948, también en los EE. UU. Esa vez, los pilotos P.S. Chiles y John B. White vieron, y así lo dijeron, “un barco aéreo”, cerca de la ciudad de Montgomery, en Alabama. “Era un objeto sin alas, de unos treinta metros de longitud, en forma de cigarro y su diámetro era el doble del de un aeroplano de bombardeo B-29″.
Este extraño objeto volador pasó “a unos trescientos metros del aeroplano en que íbamos”, dijeron los pilotos. Luego de ello se instaló una oficina de estudio de estos objetos en Dayton, Ohio. Pero, curiosamente, sobrevino un “silencio” de avistamientos, que duró poco. (EC, 02/04/1950)
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Al comenzar la nueva década de 1950, las fuerzas aéreas norteamericanas retomaron el tema. Esto debido a que hubo un avistamiento el 20 de marzo de 1950. Dos pilotos que sobrevolaban el estado de Arkansas, vieron un platillo que volaba “a una velocidad tremenda”, dijeron. Los expertos de la comisión de la Fuerza Aérea tenían, ya desde ese entonces, la sospecha de que se podía tratar de algún “cuerpo celeste” o, en todo caso, de “un globo de observación de origen astronómico”.
Pero el fenómeno se repetiría en estados tan distantes como Nuevo México, California y Alaska, así como en otros países también tan alejados como México y la costa norte de África. Estos avistamientos siempre llegaban con testimonios poco serios, por su improbabilidad y rechazo a cualquier lógica.
Una descripción que reprodujeron los medios de prensa de ese entonces, fue el testimonio del doctor Craig Hunter, para quien se trataba “de un objeto volando a seiscientos metro de altura sobre la ruta 153, entre Penfield y Clearfield, Pensilvania, pudiendo notar que su diámetro era de quince a cincuenta metros, y su grueso de cinco a quince en el centro”. (EC, 02/04/1950)
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Además, Hunter decía que el objeto “tenía la forma de un disco, compuesto por tres círculos concéntricos, los dos externos estacionarios y el del centro giratorio. La rotación de estos círculos del centro producía un fuerte silbido”. Esa misma descripción, con algunos detalles adicionales, se repetiría a lo largo de las décadas siguientes del siglo XX. (EC, 02/04/1950)
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En tanto la novedad ufológica acaparaba titulares en la prensa amarilla norteamericana, en el Perú las cosas no se tomaron con tanto frenesí ni angustia. El Comercio, por ejemplo, explicaba el 26 de junio de 1947 -solo dos días después de la gran noticia de Kenneth Arnold-, mediante una ilustrativa pieza gráfica, cómo eran y de dónde provenían los aerolitos (estrellas fugaces), que a veces atravesaban el sistema solar en grupo y otras veces en solitario.
El diario decano describía que, al coincidir estos con la órbita de la Tierra, los aerolitos en grupo se deshacían en la atmósfera terrestre, en tanto el bólido solitario, al llegar con más velocidad, sí colisionaba con la superficie. En pocas palabras, se hacía como siempre una buena divulgación científica, especialmente en la columna “Las maravillas de la ciencia”, firmada por el ‘Dr. Raspac’.
La información que llegaba de los cables noticiosos, desde diversas partes del mundo, sin embargo, daba el campanazo de que nuevas cosas, nuevos fenómenos aparecían en el firmamento. Incomprensibles aún para la astronomía, se empezaba a hablar, especialmente desde la década de 1950, de “objetos voladores”; se comentaba, se decía que aparecían por aquí o por allá “platillos voladores”.
De esta manera, el 10 de noviembre de 1952, la columna gráfica del ‘Dr. Raspac’, muy inclinada a los temas científicos, debió abordar el tema de los “platillos voladores”. Ya era imprescindible que lo hiciera. Pero todo se presentaba con un aire innegable de anonadamiento. Desde el título: “El enigma de los platillos voladores” y el subtítulo de “Misterio en una noche de verano” (parafraseando la obra de Shakespeare “Sueño de una noche de verano”), el ‘Dr. Raspac’ daba así su visión cautelosa del tema.
En una forma gráfica, el autor nos dio la información de lo ocurrido el 24 de junio de 1947 con lo visto por Arnold. Lo detalló a modo de cuento de suspenso, y por supuesto que lo era. Para el día siguiente, 11 de noviembre de 1952, anunciaba la continuación de la historia con el sintomático título de “El hombre que se asustó”. No había (ni hay) forma científica de comprobar el origen de lo que habría visto Arnold esa mañana de junio de 1947. Todo quedaba por el momento en ese enigma o misterio.
La avalancha de información continuaría a lo largo de esa década del 50, al compás de la ‘Guerra Fría’ entre los EE.UU. y la URSS (a la que luego se sumaría tangencialmente China); potencias mundiales que empezaban también a la vez una carrera armamentista y espacial, algo que llegaría a su clímax durante el decenio siguiente, el de 1960.
El 2 de febrero de 1967 fue una fecha a tomar en cuenta para los anales de los avistamientos en el Perú. Ya para entonces, los platillos voladores u ovnis eran pan de cada día en los medios de todo el mundo, pero especialmente en Norteamérica. Ese día, la obsesión ufológica (por no decir, paranoia) se trasladó por unos días a nuestro país.
Volaban en un DC6 de Faucett, de Chiclayo a Lima, unos 40 pasajeros, además de la tripulación. Era un vuelo local, ordinario. Nada inusual se esperaba. Pero, fue todo lo contrario. Todos ellos fueron testigos de un avistamiento en pleno vuelo. Para no creerlo.
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Eran las 8 de la noche, y los pasajeros del vuelo 233 de la Compañía Faucett hacían lo normal: dormitar, leer, acomodarse en sus asientos, mirar por la ventanilla el cielo estrellado. En eso, el piloto de la nave, el capitán Sanvitti -no se sabe si por miedo, nervios o entusiasmo- avisó a todos por el parlante que estaba avistando, en ese mismo momento, algo extraño en el exterior del avión. Algo que podía calificarse como un ovni, esto es, un “objeto volador no identificado”.
Sanvitti dijo a los aún incrédulos pasajeros que el “platillo volador” les venía siguiendo desde su partida en Chiclayo. El objeto estaba al lado derecho del avión Faucett, a unos 8 kilómetros, describió. Lo que provocó fue inquietud, todos se miraron, y casi al mismo tiempo se abalanzaron hacia el lado derecho del avión para ver lo que, quizás en el fondo, no querían ver o tal vez sí: un ovni. (EC, 12/02/1967)
"Me pareció una estrella, pero al observar con más detenimiento pude apreciar que se trataba de un artefacto de más o menos 20 centímetros de diámetro. Cuando ascendía, a velocidad vertiginosa, se tornaba de color rojo y al descender, emitía luz verde"
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¿Qué vieron en ese instante? Según los propios pasajeros, que intentaron describir a los medios en Lima, se trató de “una luz intensa”, que evolucionaba con la velocidad de un rayo, que se acercaba y alejaba violentamente del avión. Los testimonios expresaron la profunda impresión de ese momento.
Pablo Calle Corzo, ingeniero arequipeño, de 44 años, casado y con tres hijos, afirmó: “Primeramente me pareció una estrella, pero al observar con más detenimiento pude apreciar que se trataba de un artefacto de más o menos 20 centímetros de diámetro. Cuando ascendía, a velocidad vertiginosa, se tornaba de color rojo y al descender, emitía luz verde”. (EC, 12/02/1967)
Los otros testimonios completaban lo dicho por Calle. Era un objeto velocísimo, en décimas de segundo pasaba de un lugar a otro, de derecha a izquierda y viceversa, decían. Era como si todo lo que habían dicho los periódicos en los últimos años sobre los ovnis se convirtiera en realidad, en vivo y en directo para ellos.
Jorge Bedoya, un médico también de Arequipa, fue otro testigo esa noche. Él dijo que el “platillo volador era un círculo de centro oscuro, que cuando se acercaba al avión brillaba intensamente y cuando se alejaba se tornaba rojizo”. El objeto era pequeño, no pasaba de los 20 centímetros, y se movía o detenía a su antojo. (EC, 12/02/1967)
Las voces del avión no revelaron miedo; lo que sintieron era asombro, sorpresa; estaban maravillados con el ovni. Todos confirmaron la velocidad y el cambio de color, según el objeto se alejaba o acercaba. Una hora duró esa experiencia colectiva.
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El artefacto, como le llamaron algunos, los siguió hasta cerca de Ancón, al norte de Lima. A esa altura, el objeto volador se perdió en medio de la noche y del asombro y algo de pavor de los 40 pasajeros y la tripulación del avión de Faucett. Sus vidas estuvieron marcadas por ese evento.
Como indicó un cronista de El Comercio una semana después de aquel suceso espacial, la mejor frase que podía sintetizar lo que sintieron esas personas no podía ser otra: “No estamos solos en el Universo”.
Seis meses después, en agosto de 1967, ante la abundancia de testimonios no solo en el Perú sino en toda Sudamérica, llegaron al Perú desde los EE.UU. unos expertos para recopilar e investigar esas versiones.
De esta forma, aterrizaron en Lima los conocidos ufólogos Coral y Jim Lorenzen, un matrimonio muy interesado en el tema. A su llegada, el 13 de agosto, declararon a El Comercio con una certeza que desarmaba a cualquiera: “Nuestra decisión de venir a Sudamérica, dijo Jim, se debe a la notoria predilección que parecen tener los ‘OVNIS’ sobre este Continente, donde a menudo aparecen sobre los cielos de Perú, Brasil, Chile y Argentina”. (EC, 14/08/1967)
Jim Lorenzen era un científico del Observatorio Kitt Peak de Arizona, y su esposa Carol, un ex periodista y autora de libros sobre ufología. El doctor Lorenzen era, además, director del Boletín de la Aerial Phenomena Research Organization (Organización de Investigación de Fenómenos Aéreos), institución que permaneció activa de 1952 a 1988. Lorenzen acabó sus declaraciones al diario decano con una frase contundente: “El origen de los OVNIS es extraterrestre y proceden de un sistema planetario diferente al nuestro”.
“¿Son marcianos?” No, dijo finalmente Lorenzen. “Marte, para el caso, solo es utilizado como base espacial por esas criaturas las que, por otra parte, parecen no tener ninguna intención de conquista sino de investigación sobre nosotros”. Una frase final que, además, ha marcado la visión de casi todos los especialistas en ovnis de las siguientes décadas.
Para fines de los años 60, no solo en el Perú sino también en el resto del mundo, la cuestión ufológica pasó a ser calificada por los especialistas en salud pública como una verdadera “histeria colectiva”. Los seguidores de la ufología persistían en sus historias, pese a que existían informes científicos que descartaban el origen extraterrestre de esos fenómenos u objetos lumínicos en el cielo.
De nada sirvieron estos trabajos científicos. La gente seguía viendo ovnis extraterrestres en diferentes sitios y momentos; creía cada vez más en los platillos voladores de otros mundos. Y ya no solo se hablaba de avistamientos; algunos, a comienzos de los años 70, contaban en su haber con historias personales de “viajes interplanetarios” o a otras constelaciones. La imaginación de los más osados dejaba por los suelos los libros de Julio Verne.
Sus propios estudiosos señalaban que los ovnis aparecían, en masa y en diferentes partes del mundo, cada dos años, aproximadamente; aunque también les daban libertad para romper cualquier regularidad, pues aparecían varias veces en el transcurso de un día o de una misma semana en el mismo sitio.
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Los primeros días de diciembre de 1972, nuevamente los platillos voladores hicieron de las suyas en los cielos de los limeños. Y como en los innumerables casos en el mundo desde 1947, mantuvieron un patrón básico, con sus respectivas variantes: siempre eran objetos o luces ovoides o redondas, y se movían a gran velocidad. Las variantes eran las luces que emitían, y que eran de diversos colores: amarilla, roja, verde, azul o anaranjado.
En febrero de 1973, en plena dictadura velasquista (1968-1975), vecinos del barrio ‘Frigorífico’ y ‘Miranaves’ en el Callao, vieron al mediodía que en el cielo despejado aparecía, hacia el lado del mar, “un objeto brillante que volaba a unos mil metros, deteniéndose súbitamente en diversos puntos. Pudieron observar que tenía forma redonda y, luego de hacer varios giros, desapareció sobre el mar”. (EC, 28/10/1973)
A esas alturas, se podían decir que los ovnis preferían los comienzos de cada década para sus rápidas apariciones terrestres. Así ocurrió la noche de Navidad, el 25 de diciembre de 1980. Repentinamente incursionaron en los cielos de Europa, atravesaron desde el sur de España, pasando por Portugal, hasta llegar a Inglaterra. Abundaron, por supuesto, los casi calcados testimonios que desde 1947 veníamos escuchando o leyendo sobre el tema. “Las descripciones de los asombrados observadores, como habitualmente ocurre, se han referido a una ‘gran bola’, ‘puntos luminosos’, ‘de forma alargada’, ‘de forma esférica, etc.”. (EC, 04/01/1981)
Meses antes solamente, a mediados de 1980, el avistamientos de dos platillos voladores remeció la selva central peruana, en la zona de Aguaytía. Aquella experiencia colectiva y traumática, sirvió de inspiración a un empresario constructor, Augusto Díaz Farro, quien, cuatro años después, hacia octubre de 1984, levantaría un hotel turístico en forma de ovni, de platillo volador. Lo hizo en un paraje del Boquerón del Padre Abad, en Aguaytía, provincia del entonces nuevo departamento de Ucayali.
“La ingeniosa construcción de 15 metros de diámetro, sostenida sobre cuatro ‘bases’ a una altura de dos metros, ha sido forjada totalmente de material noble y, según su diseñador, es una ‘réplica de los dos platos voladores’, que sobrevolaron ese lugar hace cuatro años, causando temor en la zona”. (EC, 08/10/1984).
La pintura que cubría la fachada y los exteriores el hotel ovni debía ser luminosa, por supuesto, como eran los extraños objetos voladores hasta entonces observados. El famoso hotel estaba ubicado a orillas del río Yurayacu, y fue un ejemplo de la excentricidad a la que se llegó con el tema de los ovnis en nuestro país.
El mundo ya no era el mismo de 1947. Al final de los años 80 acabaría la ‘Guerra Fría’, se ralentizaría la carrera espacial y se darían los grandes cambios sociales y políticos detrás de la “Cortina de Hierro”. Pero todos esos cambios o revoluciones no eran de la incumbencia de los enigmáticos ovnis; ellos volvían cada cierto tiempo a las agendas y al interés público de los peruanos y del mundo. Y no sabemos hasta cuándo será así.
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