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Cuando Manuel Prado llegó al poder en 1956, ya era un escándalo la manera en que se administraban los penales en el Perú. Pero en Lima era el colmo. El penal más antiguo del país, la Penitenciaría Central de Lima o ‘El Panóptico’ era un ejemplo de esa negligencia y corrupción que cundían día y noche. Cuentan que ya en los años finales del ‘ochenio’ de Manuel A. Odría (1948-1956), el panóptico limeño se había convertido en una coladera.
En las cárceles peruanas de entonces, los presos salían a la calle y volvían ebrios; había peleas y motines violentos dentro de sus paredes. Ante ello, algo había que hacer, y lo mejor que se hizo fue ver al gran “elefante blanco” penitenciario: la antigua Penitenciaría Central de Lima, el viejo panóptico ubicado frente al Palacio de Justicia, donde hoy se encuentran el centro comercial Real Plaza y el hotel Sheraton.
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Este penal fue fundado por el presidente Ramón Castilla en 1862, pero siete años antes, en 1855, Mariano Felipe Paz Soldán entregó a las autoridades del gobierno un informe en que se indicaba la ubicación exacta que debía tener: “En el camino a Chorrillos, la parte más sana de la ciudad”. Esa zona era, en esos años, el extremo sur de Lima.
Castilla dispuso la construcción del penal bajo las características de un panóptico. Con el decreto supremo del 20 de octubre de 1855, la obra fue ejecutada por los arquitectos Michele Trefogli y Maximiliano Mimey, siguiendo los pasos de lo avanzado por el propio Paz Soldán. La “primera piedra” se colocó el 31 de enero de 1856.
Seis años fue el tiempo de construcción del popular panóptico, un edificio moderno e inusual en esa época. De esta forma, las autoridades penitenciarias se aseguraban una visión completa de cada pabellón, de cada celda y de cada interno. El lema de los panópticos de la época era poder “ver sin ser visto”.
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El 23 de julio de 1862, el panóptico limeño abrió sus puertas o, más bien, cerró sus puertas para cuidar a la sociedad de cuanto delincuente cruzara su umbral. El fin era que la institución garantizara a la comunidad la recuperación moral y física del infractor de la ley; así no había necesidad de una pena máxima como la “pena de muerte”.
La Penitenciaría Central de Lima tenía una extensión considerable de 28.870 metros cuadrados; poseía tres pisos de diferentes materiales: el primero era de piedra, donde estaban las habitaciones y los talleres de los internos; el segundo era de ladrillo, allí se localizaban las oficinas administrativas; y en el tercero era de “telares dobles”, destina a la casa del director, los empleados, la enfermería y la capilla.
Literalmente, el ‘Panóptico’ de Lima fue un edificio casi centenario. Funcionó de 1862 a 1961. Con sus gruesas paredes y amplios patios dividió a presos de presas, así como a los mayores de edad de los menores. Los pabellones tenían “huéspedes” especiales, según estas diferencias etarias y de género. Al final de su historia, la vieja penitenciaría limeña tenía una zona conocida como el ‘Panóptico’ o ‘Penitenciaria’, y la otra zona se llamaba la ‘Cárcel Central de Varones’, un nuevo edificio que había sido construido dentro de su área.
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Con las sucesivas décadas del siglo XIX y especialmente del siglo XX, el espacio carcelario, aquel que en sus primeros años parecía infinito, empezó a reducirse ante el crecimiento de la ciudad y sus problemas y ante la amenaza constante de la delincuencia. Así, el otrora gran penal de Lima se convirtió en un lugar hacinado.
Los gobiernos de todas las tendencias políticas se plantearon, primero, ampliarlo y se hicieron nuevos pabellones en su extensa área. Pero bien entrado el siglo XX, el edificio penitenciario ya no estaba aislado en esa zona de la ciudad; lo rodeaban avenidas, edificios modernos, autos, tranvías, buses y mucha, mucha gente. Había una ciudad palpitante a su alrededor. Y así fue visto, poco a poco, y luego con urgencia, como un verdadero estorbo para Lima.
El cierre fue decisión del segundo gobierno de Manuel Prado (1956-1962). Pero había un problema: el traslado de los reclusos. ¿A dónde llevarlos? El gobierno decidió repartirlos en varios centros carcelarios. Uno de esos fue el penal de la isla de ‘El Frontón’; allí harían obras de ampliación para acoger a sus nuevos internos. Desde inicios de febrero de 1961, las obras en la isla penal avanzaron a buen ritmo.
La ‘Cárcel Central de Varones’ ocupaba un tercio de toda la manzana. Con 1.400 presos todo estaba hacinado. Las celdas eran pequeñas y los pabellones eran unos socavones. En un peor estado estaban las denominadas “celdas de castigo”. Justamente para ir disminuyendo esa presión interna por espacio en la ‘Cárcel Central de Varones’, las autoridades dieron libertad a mediados de junio de 1961 a unos 300 internos primarios, es decir, a sujetos de baja peligrosidad.
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Por otro lado, en la ‘Penitenciaría’, que ocupaba los dos tercios restantes del terreno, se contaron unos 490 internos. De estos, 67 fueron indultados y 200 acabaron en diversos penales del país. Los 223 internos restantes, todos sentenciados y en dos grupos, pasaron al temido ‘Frontón’.
Ese traslado a la isla fue el más dramático. Los familiares sentían que sus internos iban a ser tragados por el mar. No obstante el recelo y una inicial resistencia, los delincuentes sentenciados fueron ubicados allí, entre el mar y la niebla. Todo se hacía según iban avanzando las obras de ampliación en la isla. Pero como ese proceso era lento, muchos de los internos debieron dirigirse al penal vecino de ‘El Sexto’, a unas pocas cuadras, en el mismo centro de Lima. Así nació la fama de ese penal como uno súper hacinado.
A ‘El Sexto’ también fueron conducidos los guardias civiles de un reciente motín en El Potao, en el Rímac. De esta forma. Aquella prisión se convirtió en una bomba de tiempo en medio de la capital.
El traslado general a la isla chalaca, tras acelerar las obras de ampliación, fue a partir del 25 de mayo de 1961. Aquella jornada, Lima entera fue testigo de la salida de los internos en pareja, o sea, de a dos, esposados, cruzando el tenebroso portón de la Penitenciaría Central de Lima. A lo largo de los días, unos 60 criminales fueron trasladados en camiones resguardados hasta el Callao, para luego embarcarse en lanchas hacia la mítica isla.
La idea era que estos internos solo estuvieran allí unos meses y después serían conducidos a un nuevo penal que se construiría en la carretera a Canta (sierra de Lima), pero tal proyecto no se concretó finalmente. Al tiempo que eran traslados estos primeros reclusos, la demolición del viejo panóptico empezó sin mucha propaganda. En silencio.
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El “Plan de Reforma Carcelario” guiaba cada combazo, cada derrumbe de una pared; así, golpe tras golpe fueron cayendo los edificios de la ‘Penitenciaría’ y de la ‘Cárcel Central de Varones’. El primer pabellón en demolerse fue el de la residencia del director del penal; y también la parte alta de los muros que daban hacia las avenidas Bolivia, España y Paseo de la República. Esa parte fue rápidamente demolida ya que los materiales de construcción eran antiguos.
En la primera semana de demolición, los vecinos del panóptico vieron caer los torreones de vigilancia, hechos de adobe y tierra. Más tiempo demoraron las partes bajas de la construcción, que eran unos poderosos bloques de granito. Al mismo tiempo, los presos seguían siendo trasladados con todas sus pertenencias en tres grupos de entre 70 a 100 reclusos por turno. En junio de 1961, hace 60 años, podía decirse que todo empezaba a sentirse vacío.
Mientras el presidente Manuel Prado viajaba durante 26 días por el continente asiático, el viejo panóptico del centro de Lima desaparecía piedra tras piedra. Para fines de junio de 1961, con ningún personal interno en sus instalaciones, salvo algunos guardias civiles como custodios del local, se realizó la primera convocatoria de licitación para la subasta de los terrenos del local.
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El inmenso terreno permaneció desocupado por ocho años, de 1961 a 1969. Recién en 1970 se empezó a vislumbrar el perfil de un nuevo inmueble: el Hotel Sheraton, de 20 pisos y 431 habitaciones, y que sería inaugurado en marzo de 1973. Una leyenda dice que, en la etapa de su construcción, por las noches, entre sus muros y columnas, se escuchaban voces y se veían sombras supuestamente de los fusilados en el patio del viejo panóptico.
Quizás los mismos fantasmas penitenciarios hayan atravesado las paredes del inmueble de al lado, las del Centro Cívico de Lima, que el gobierno militar de Velasco Alvarado inauguró en 1974, y que, desde enero de 2010, acogió como huésped a un colorido centro comercial: el Real Plaza.
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