Si hay algo que les gusta o encanta a la mayoría de los limeños -aunque renieguen por el calor- es ir a la playa. A cualquier playa, cercana o lejana. Con todos sus problemas, el amor por ese pedazo de tierra semihúmeda frente al mar es algo que nos seduce.
Es una vieja historia de amantes. En la década de 1920, cuando el tiempo cambiaba de la tibia primavera al caluroso verano, los limeños -vecinos casi todos del Centro de Lima- se trasladaban temporalmente a cualquiera de los balnearios a su alrededor para descansar y disfrutar bajo el abrazo de los rayos solares.
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Desde la mitad del siglo XX, el fenómeno de las migraciones masivas del interior del país a Lima hizo que esta caótica capital se extendiera y creciera tanto que ya no se percibían aquellos traslados veraniegos de los decenios anteriores. La razón: todo quedaba más cerca para los nuevos vecinos limeños.
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En la década de 1950 hacia adelante, las playas del litoral limeño han sido visitadas por masas de bañistas de todas las condiciones socioeconómicas. Ellos, cual visionarios, sumaron a la tradicional Costa Verde las desocupadas zonas al sur de Lima. Nada era capaz de detenerlos.
En esa expansión playera, surgieron en el radar espacios como Punta Hermosa, San Bartolo, Pucusana, Santa María, Cerro Azul, entre otras hermosas playas. donde abundaron desde los años 70 los campeonatos y las competencias de surfing entre jóvenes y niños, siempre resguardados por los salvavidas de la Guardia Civil.
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Entre los locales más recordados de la década de 1960 en la Costa Verde aparecerá en la memoria de muchos el inolvidable Club Samoa, con sus bien vestidos mozos que, en sus descansos, tenían en la playa de La Herradura una hermosa vista al mar; mientras, en fila india, los parquímetros intentaban poner un poco de orden entre los autos visitantes.
Pero, sin duda, hubo muchos cambios en los hábitos sociales de la gente entre las décadas del 60 y 70. El problema de esa masificación de bañistas, principalmente en la Costa Verde, tomó un cariz de gravedad a partir de los años 70. Los malos hábitos de limpieza de los veraneantes que llevaban alimentos y bebidas en exceso, y cuyos restos desparramaban en la arena, se convirtieron en el dolor de cabeza de las autoridades ediles.
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A todo ello se agregó el asunto de la escasez de playas de estacionamiento en el litoral, algo que ya se vislumbraba como grave. En 1977, por ejemplo, la capacidad de la Costa Verde era de 7 mil vehículos debidamente estacionados; sin embargo, los fines de semana y feriados, esta cifra ya era para entonces insuficiente. Aquello provocaba que muchos autos fueran llevados al depósito municipal. Solo la playa Agua Dulce, en Chorrillos, tenía un buen espacio de estacionamiento.
Otra curiosidad que se vivió a lo largo de las décadas del siglo XX fue el uso de bikinis y tangas. En las playas limeñas, las muchachas usaron estas piezas con empeño, especialmente a partir de los años 70, aunque en la siguiente década, la del 80, se produjo un decaimiento en el uso de las dos piezas y, más bien, ocurrió el florecimiento de la ropa de baño (una sola pieza).
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Los que fueron niños y adolescentes, entre fines de los años 70 y comienzos de los años 80, recordarán el famoso tobogán de Agua Dulce, en Chorrillos. Esta impresionante estructura medía 8.50 metros de alto y el veraneante podía alcanzar en su recorrido una velocidad de 40 km. por hora. El chapuzón final lo justificaba todo.
La Ciudad de los Reyes y sus playas, los limeños y sus arenas; las rocas y el sunset tierno e infinito, permanecerán en el recuerdo de los tantos millones que hemos sido y seremos en esta impredecible capital peruana.
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