Ese martes 17 de diciembre de 1996, a las 8 y 20 de la noche exactamente, un grupo de catorce sujetos, todos identificados como miembros del MRTA, convirtieron esa velada por el aniversario del emperador japonés en un infierno para los invitados en la residencia del embajador en San Isidro, Lima.
Morihisa Aoki era el nombre del apesadumbrado embajador del Japón en nuestro país. Él nunca imaginó que aquello sucedería y tampoco nadie se lo advirtió. Los servicios de inteligencia del Gobierno peruano fallaron o, simplemente, revelaron su ángulo más negligente.
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La reunión era un éxito de convocatoria: más de 600 personas ingresaron con su delicada invitación a la casa del embajador para celebrar con él y todo el cuerpo diplomático el natalicio del emperador japonés Akihito (1933), quien cumplía esa vez 63 años, el 23 de diciembre, no el 17 de diciembre, fecha elegida por la embajada japonesa para no realizar la celebración tan cerca de la fiesta navideña.
Los invitados estaban dispersos por los dos pisos de la casona; por los jardines, pasillos y salones, muchos cerca del bufet, conversando en grupos, compartiendo opiniones y expectativas en ese cierre del año, cuando una terrible explosión los hizo tirarse al piso, enmudecer y solo atinar a esperar lo peor.
Había entre los concurrentes por lo menos tres ministros de Estado: el de Relaciones Exteriores, Justicia y Agricultura; unos seis congresistas, y muchos diplomáticos nacionales y extranjeros; también un buen número de empresarios peruanos. Entre los rehenes estaba también el economista Alejandro Toledo (futuro presidente del Perú, 2001-2005), quien al recobrar su libertad solo días después, antes de Navidad, manifestó aún con miedo que el MRTA buscaba una amnistía para participar en la vida pública del país.
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Todos los rehenes escucharon aterrados, a las 8 y 20 de la noche, la desequilibrante explosión y una gran columna de humo blanco que subía desde uno de los muros de la residencia. Las versiones difieren, pero todas indican que los terroristas habrían logrado ingresar subrepticiamente a la residencia del embajador Aoki entre las 6 y 7 de la noche, como mozos y cocineros, pero otros se camuflaron llevando las flores que eran remitidas por diversas instituciones en homenaje al emperador japonés.
Al recobrar un poco de calma, los rehenes pudieron ver cómo ingresaban a la propia estancia los catorce terroristas del MRTA. Trataron de intimidarlos aún más con disparos al aire y gritando sus letanías revolucionarias. Les ordenaron tirarse al piso. A todos.
Mientras la confusión y el caos gobernaban el interior del local diplomático, afuera se podía escuchar la balacera entre los subversivos, que detonaron cuatro artefactos explosivos en el interior de la residencia, y los policías que estaba apostados en los edificios de las inmediaciones. Ese duro intercambio duró cerca de 30 minutos.
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Luego, la Policía, desesperada e impotente, lanzó hacia adentro de la residencia bombas lacrimógenas. Pero los terroristas del MRTA venían preparados: a la orden de su cabecilla, Néstor Cerpa Cartolini, sacaron de sus mochilas máscaras antigases. Los más perjudicados fueron las víctimas, los rehenes, para quienes la asfixia vino para acompañar al miedo.
Entonces, los terroristas decidieron reducir el número de retenidos en el local. Alrededor de las 9 y 45 de la noche, empezaron a liberar, por grupos, a las mujeres. En uno de esos grupos se incluyó a la propia madre del presidente Alberto Fujimori. En esa tarea jugó un papel clave el representante de la Cruz Roja Internacional, Michel Minnig,
Con el grupo de cautivos reducidos significativamente, los emerretistas optaron por hacer un registro de ellos, una especie de censo de los rehenes. Así, pudieron separarlos, según algunas características, en los diversos cuartos de la residencia: fueron agrupados por sus cargos o rangos, pero también por su proximidad al gobierno de turno. En ese reparto de sitios y selección de los retenidos se pasaron toda la noche y la madrugada del 18 de diciembre de 1996.
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Desde ese día, vendría un largo periodo de negociaciones, conversaciones, pedidos y exigencias. Hubo, por supuesto, miedos, angustias y desánimo. Muchos de los rehenes se hicieron a la idea de que morirían en cualquier momento. Con los días, se liberaron a más secuestrados, ya que la convivencia podía volverse insostenible en pocas semanas más.
Por el lado del Gobierno peruano, abundaron los planes, las opciones de ataque, la construcción de réplicas de la residencia; hubo entrenamientos militares y el persistente enfoque de las Fuerzas Armadas en un solo objetivo: liberar a los 72 rehenes de la residencia japonesa; es decir, los que se quedaron hasta el final.
El acto terrorista más mediatizado de la historia peruana se vivió entre fines de 1996 y los meses del verano de 1997, hasta que todo acabó la tarde de aquel martes 22 de abril de 1997, con la histórica operación de fuerzas combinadas llamada “Chavín de Huántar”. En ese aguerrido operativo militar fallecieron dos comandos, un rehén y los catorce emerretistas que asaltado la residencia japonesa, ya hace 25 años.
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