La sociedad peruana iba en camino hacia su modernización a comienzos de la década de 1930, con avances en los campos de la construcción, con nuevos edificios y avenidas, y un sistema de electrificación cada vez más eficiente para las ciudades; pero también hubo un crecimiento del parque automotor, especialmente en Lima, lo cual generó otro fenómeno social de mucha fuerza: el aumento de la delincuencia.
No eran delincuentes y asaltantes comunes y corrientes, aislados y solitarios, como siempre ha habido en la historia republicana del país, sino bandas organizadas; un lumpen mafioso que cada día iba en aumento. Ante ello, las autoridades peruanas tomaron una serie de medidas, en un proceso de reforma policial, creando la famosa Brigada de Asuntos Criminales (BAC) dentro de la Jefatura General de Investigaciones de la Policía. De esta forma, se combatió a la delincuencia organizada que entró en una lucha cotidiana con las fuerzas del orden.
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Durante el mes patrio de 1931, empezó una ola de robos de automóviles en Lima. Los medios de prensa dieron cuenta de innumerables denuncias en las diversas comisarías de la capital. Entonces, la avalancha de asaltos provocó que la Jefatura General de Investigaciones moviera sus fichas. Esto se concretó en las acciones investigativas de la BAC.
El objetivo de la brigada fue ubicar y capturar a los facinerosos que causaban una suerte de ansiedad colectiva en la ciudad. Las pesquisas policiales fueron dando resultados, y en poco tiempo se determinó que era toda una banda de criminales la que se dedicaba exclusivamente a este tipo de robos vehiculares.
Las investigaciones fueron cercando a los delincuentes en su propia guarida. Los policías señalarían luego a la prensa que su centro de operaciones era en un “corralón”, en la prolongación Huamanga, muy cerca de la Alameda Grau (hoy avenida Grau).
El propio jefe de la BAC, Juan Benavides, encabezó el grupo de intervención en ese inmueble y allí, solo e intimidado por los agentes del orden, hallaron a Agustín Campos, un sujeto que cuidaba el botín: una gran cantidad de llantas, cámaras y numerosas piezas y accesorios de automóviles.
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Detenido y con todo lo encontrado a la vista, Campos fue conducido al local de la brigada. Allí se hizo el desentendido y negó toda acusación cuando le preguntaron sobre el origen de este material robado. La policía entonces convocó a las víctimas para que reconocieran sus autopartes robados.
Entre los afectados estuvo presente el señor Rafael Escardó, quien era dueño de “cinco llantas con sus respectivos aros, una gata, tres cámaras y tres accesorios”, decía el diario decano. El señor Escardó perdió su auto marca Dodge en la madrugada del 27 de julio de 1931. Lo tenía guardado en un garaje del jirón Chota, en el centro de Lima; de allí lo robó la banda, luego de romper el candado de la puerta.
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Al día siguiente, el 28 de julio, Escardó puso la denuncia en una Octava Comisaría del Cercado de Lima, y ese mismo día la Guardia Civil halló el vehículo totalmente desmantelado en una calle de Magdalena, en lo que era la “urbanización Jesús María”.
Como Escardó, aparecieron otros denunciantes. Ernesto Loayza sufrió la pérdida de su auto Studebaker el 17 de julio de ese mismo año, cuando lo tenía estacionado en la antigua calle de Sacristía de San Marcelo (hoy avenida Emancipación). La policía halló el auto, pero sin el total de sus autopartes originales.
Pero la brigada policial tenía una sospecha. Cuando fueron la primera vez al inmueble de la banda hallaron montículos de tierra en un espacio del inmueble de los delincuentes. Por eso volvieron al lugar y excavaron en esa zona de tierra removida, y descubrieron algo sorprendente: a pocos metros de la superficie, indicaba El Comercio, “estaban enterrados monoblocks, chasis, cajas de cambio, tapabarros delanteros y traseros, carrocerías y otros accesorios”, muchos de ellos del Studebaker de Loayza.
Con esas pruebas irrefutables, la policía volvió a donde el detenido Campos, para que terminara de delatar a sus cómplices. Ante la presión del interrogatorio técnico-policial, el sujeto dio un nombre: Francisco Núñez (a) ‘Pancho’, un conocido delincuente de esos años, y a un sujeto que fungió de chofer, José Caballero. En pocas horas, la brigada capturó a estos dos sujetos para saber la verdad.
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Como Campos al comienzo, tanto Núñez como Caballero negaron su participación en los robos de automóviles; pero luego fueron careados con el propio Campos y ya no pudieron evitar sus contradicciones; terminaron admitiendo sus delitos. Ambos señalaron que contaron con el apoyo de un vehículo para sus fechorías.
Al ubicarse el auto de los asaltantes, los agentes detectaron que incluso ya habían colocado en él un accesorio del Studebaker de Loayza. Núñez y Cabalero admitieron durante el interrogatorio que habían enterrado parte del botín automovilístico para no dejar huellas de su delito y “también para vender poco a poco a diversas personas las piezas de los diferentes vehículos”.
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En verdad, ese fue el origen de los acaparadores de autopartes, grupos de delincuentes que desmantelaban en minutos los modernos automóviles y luego escondían las partes para venderlas al mejor postor. Fue el comienzo del más grande mercado negro de accesorios y piezas de vehículos y que hasta hoy parece reinar en gran parte del país.
Esos delincuentes de los años 30 pasaron a manos del Poder Judicial, donde se esperaba que la ley les impusiera una severa sanción. Aunque muchas veces no fue así.
La instancia policial de la Brigada de Asuntos Criminales (BAC) se empeñó en controlar a la delincuencia que asolaba con fuerza la ciudad en esos años iniciales de la década de 1930. Y no solo se concentró en las bandas que robaban autos, sino también en todo tipo de sujetos que iban contra de ley.
De esta forma, ese mismo año de 1931, especialmente en diciembre, capturaron a integrantes de diversas bandas delictivas, que pululaban especialmente cerca de las zonas comerciales de la capital. Lima y sus centros comerciales eran atacados diariamente por la criminalidad.
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El Comercio, del 12 de diciembre de 1931, informó de algunos delincuentes que fueron capturados por la policía y su famosa Brigada de Asuntos Criminales (BAC). “Entre los detenidos se encuentran los sujetos, Juan Ramírez (a) ‘El Monarca’ y Alejandro Oblitas (a) ‘Chicharrón’ en compañía de otros conocidos rateros”.
Estos elementos de mal vivir poseían en sus guaridas una gran cantidad de ropa fina, como “ternos de casimir” y “abrigos de ratina cabritilla”. La BAC realizaba rondas alrededor de zonas consideradas de peligro público; entre ellas estaba el antiguo Mercado Central, donde capturaron a otros delincuentes como Carlos Aguirre (a) ‘Chivato Tercero’, Alejandro García (a) ‘Negro Chancaca’, ambos con amplios antecedentes penitenciarios.
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Otros miembros de bandas detenidos ese mes de campaña navideña, fueron capturados in fraganti: Jorge Ortiz Montero (a) ‘Manos Arriba’, Enrique Puertas Quezada (a) ‘Chaleco Chico’ y Jesús Cárdenas Chávez (a) ‘El Moscardón’, cayeron justo cuando entraban a robar de madrugada a una tienda comercial en la calle Negreiros (hoy cuadra 5 del jirón Azángaro), en pleno Centro de Lima.
En Miraflores, mientras tanto, también pululaba la delincuencia avezada; por eso la brigada realizó la captura del sujeto Juan Carcelén (a) ‘Aceite’, quien era un audaz asaltante de casas. Su estrategia criminal incluía disfrazarse de overol y gorra, con lo que se hacía pasar como un empleado del servicio de agua potable de Lima. ‘Aceite’ ingresaba a los hogares miraflorinos y, al menor descuido de los dueños del inmueble, cargaba con todo lo de valor a su paso.
Esa era Lima y sus balnearios en los años 30: espacios urbanos que empezaban a ser copados por la delincuencia de todo calibre.
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