“Un país que no cultiva la cultura es un juguete de pasiones y ambiciones”, declaró a El Comercio en una de sus últimas entrevistas el reconocido editor peruano, quien nos dejó un 28 de mayo de 1991.
Natural de Piura, según algunas fuentes, aunque otras señalan que nació en el Puerto de Eten, Mejía Baca se formó en el histórico Colegio San José de Chiclayo, para luego arribar a la capital e ingresar a la Universidad de San Marcos. No a derecho. No a historia.
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Quiso ser médico, pero tuvo que dejar la carrera por la grave crisis económica que golpeaba al Perú por esos años. Tras experimentar en el mundo de la música, en donde llegó a tener su orquesta y destacó como pianista, apostó luego por la edición de publicaciones. Se empezó a enamorar de los libros.
Con el pequeño capital que le dio su aventura musical, se embarcó en la importación de colecciones. Sin pensarlo mucho, este joven “emprendedor cultural” tomó el camino que lo llevaría a la fama y al reconocimiento nacional.
Primero trajo desde el extranjero libros de medicina, caracterizándose por ofrecerlos a precios justos, accesibles. Para Mejía Baca los libros no eran objetos de lujo. Luego amplió su oferta a diccionarios, enciclopedias y obras de otra índole.
Se codeó con los grandes de la literatura nacional: fue contemporáneo de Raúl Porras Barrenechea, Sebastián Salazar Bondy, Luis E. Valcárcel y Martín Adán, entre otros.
Convencido de lo importante que era promover la lectura, se zambulló en tareas titánicas, como la edición de 50 mil ejemplares en un programa de difusión popular liderado por Manuel Scorza.
En 1945 inauguró la librería que llevaría su nombre y marcaría historia. Quedaba en el jirón Azángaro (antiguamente calle Huérfanos), lugar donde se reunían los estudiantes de San Marcos y los parroquianos ansiosos de encontrar en medio de esa Lima gris algún libro que les iluminara la vida.
Su librería no solo era un espacio de cultura y erudición, era refugio para tertulias intelectuales interminables.
En 1954 Mejía Baca le propuso a Porras Barrenechea editar “Fuentes históricas peruanas” en una publicación que tuvo 614 páginas. También editó “Diccionario enciclopédico del Perú” de Luis E. Valcárcel e “Historia de la literatura peruana” de Luis Alberto Sánchez, en una colección de ocho tomos.
Se ganó con justicia, en 1967, la Orden del Sol y las Palmas Magisteriales. Sin embargo, devolvió aquellos galardones sin dubitaciones, cuando el ministro del Interior ordenó quemar libros que él había gestionado importar, supuestamente por considerarse sediciosos.
“Para quemar un libro se necesitan solo dos cosas: un libro y un imbécil”, comentó con ocasión de este lamentable incidente. Su amor por la libertad de pensamiento fue férrea.
Con el paso de los años, la penumbra de la dictadura velasquista, el declive de la economía nacional en los setenta, sumada a la delincuencia y la violencia senderista de los ochenta, que empezaron a asfixiar el centro de Lima, lo obligó a cerrar su legendaria librería.
“Poseía” era una de las colecciones más completas de las obras de César Vallejo, pero con asombrosa generosidad Mejía Baca la entregó a la Universidad Nacional de Trujillo.
En 1986 asumió la dirección de la Biblioteca Nacional, donde denunció públicamente la crítica situación de la institución, mostrando a la prensa la deplorable situación en que se almacenaban los libros.
Su perseverancia le permitió obtener el terreno para una futura sede, la misma que ahora se levanta en San Borja y todos podemos apreciar.
Su legado es un mensaje a la lectura, al hambre diario por informarse y beber de conocimientos. Sean libros electrónicos, que seguro Mejía Baca jamás imaginó, o los tradicionales que podemos palpar, oler y hojear, él quería que el hábito de la lectura fuera parte de la vida.
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