Entre el candidato a la presidencia de la República, Alberto Fujimori, que en abril de 1990 adujo que no había podido entregar su “plan de gobierno” (1990-1995) porque el bacalao que había comido en Semana Santa le había caído mal; y la epidemia del cólera que desprestigió popularmente a todos los “productos hidrobiológicos” (incluido, claro, el bacalao), ambas cosas combinadas, terminaron por acabar con la idea del bacalao como insumo en Semana Santa, en la que por décadas –en su versión de pescado seco– fue el platillo estrella de esos inolvidables “Viernes Santos” tradicionales.
Siendo un pez proveniente de los mares fríos del Atlántico norte, el bacalao fresco era una ilusión para cualquiera en nuestras tierras cálidas del sur; por eso lo que llegaba aquí era su versión comercial seca, que se podía mantenerse bien por días para el consumo humano. Aunque, valgan verdades, nunca llegó a ser realmente un pescado de consumo popular.
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Sin embargo, se esperaba verlo en los mercados mayoristas y minoristas, especialmente entre marzo y abril, en tiempos de Cuaresma y Semana Santa, haciendo honor al consumo masivo de pescado (cero carnes rojas), durante toda esa semana de vida, pasión y muerte de Cristo, pero sobre todo durante el Viernes Santo, donde el consumo de pescado era irrenunciable, al menos así era hasta fines de los años 90 o inicios del siglo XXI; algo que se ha venido relativizando en los últimos años.
El bacalao era un pescado identificado con la austeridad de la cuaresma, y exigía imaginación y osadía al cocinero o cocinera para convertirlo en un exquisito plato. Hubo o hay platos sencillos como el “bacalao con papas y cebollas”, pero también los más elaborados como el “bacalao al ajo” o “bacalao al ajillo”, y el “bacalao con jamón ahumado”, además del clásico “bacalao con garbanzos, huevos y aceitunas”.
De alto valor nutritivo, el problema para los consumidores peruanos fue siempre su precio elevado. Era por eso que el peruano, en general, consumía otros “pescados tipo bacalao”, obtenidos especialmente mediante el secado de las especies Tollo, Tiburón, Casón, etc., previamente fileteadas. Dichas carnes presentaban una textura y un sabor parecidos al bacalao importado.
Para inicios de abril de 1990, todavía con Alan García (PAP) en el poder, y en plena campaña electoral presidencial que terminaría con el triunfo del desconocido ingeniero Alberto Fujimori, era la Empresa Pública de Servicios Pesqueros (EPSEP) la responsable de distribuir cientos de toneladas de pescado, pero especialmente durante la Semana Santa, donde la demanda subía hasta las nubes.
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En medio de una de las peores crisis económicas del siglo XX, los peruanos de entonces éramos fieles a las tradiciones, y esta ordenaba degustar exclusivamente pescado ese Viernes Santo. Para esa Semana Santa del 8 al 15 de abril de 1990, la EPSEP traería unas mil 500 toneladas de pescado congelado para distribuir en la capital.
Se calculaba entonces que diariamente se venderían 180 toneladas en las 274 casetas de venta que tenía la EPSEP a nivel de Lima Metropolitana; esto, además de los camiones frigoríficos que se ubicaban en puntos de masiva concurrencia de las zonas populosas de la capital.
Pero no todas esas mil 500 toneladas eran de bacalao o, mejor dicho, de una “variedad seco salado”; sino solo 100 toneladas, pero bastaban para cubrir el mercado limeño. En 1990, se vendían, en forma de desmenuzado, grated tipo bacalao en bolsas de un cuarto de kilo a 7 mil intis cada una. Paralelamente, se vendían bolsas de merluza de un cuarto de kilo a 12 mil intis. Era el último año en que el peruano usaría el Inti como moneda nacional. Para 1991 volverían los soles al mercado.
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A EPSEP se sumaba -en ese comienzo de 1990- la oferta de los pescadores artesanales con 70 toneladas de pescados diarios, las cuales junto a las 180 toneladas de EPSEP sumaban las 250 toneladas que la gran Lima Metropolitana consumía diariamente, en especial durante la Semana Santa.
En los comienzos de esa década final del siglo XX, el bacalao era visto casi como un lujo (años después sería claramente un lujo), pero estaba muy presente en la memoria de mejores tiempos en que la gente podía consumirlo con menos sacrificio económico.
A ello se sumaba una grave especulación del precio, debido a que deshonestos vendedores ocultaban la mercadería. En una típica maniobra especulativa, el medio kilo de “pescado seco salado”, que se vendía normalmente a 15 mil intis, llegaría a ofertarse en 150 mil intis. Todo esto ocurría a pesar de que existía en el Perú de 1990 un Ministerio de Pesquería.
Tal fue la especulación que redactores de El Comercio comprobaron que en algunas tiendas del Centro de Lima, el medio kilo del “pescado del tipo bacalao” costaba 450 mil intis; esto es, el kilo de ese producto estaba en 900 mil, cerca al millón de intis. O sea, mucho más costoso que un lomo fino de res.
Es casi imposible determinar el origen del bacalao en la comida peruana de Semana Santa. Pero lo que sí es factible de precisar es que su introducción a nuestras costas fue un aporte de los marinos y aventureros españoles y portugueses. Ante las largas distancias que debía recorrer para llegar al Perú, sin duda el bacalao debió comercializarse entre nosotros solo en estado seco. Siglos después esa tradición se mantuvo, y es casi una fantasía degustar en estas tierras un bacalao fresco.
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Sin embargo, la historia del bacalao tiene una mejor recordación si nos remitimos a la década del 60, hasta fines de esa década incluso, cuando, siendo entonces un plato tradicional de Semana Santa, dicho producto marino llegaba importado de Noruega, y era usual verlo en las tiendas comerciales y en algunos mercados de barrio, convirtiéndose en un “producto hidrobiológico” al alcance de los sectores populares. Desde los años 70, ya con el gobierno militar en el poder, el bacalao noruego fue difícil de hallar y proliferaron las formas similares, en base a otras especies.
En 1991, los precios ya estaban en soles: tres soles la bolsa de medio kilo de “pescado seco tipo bacalao”; y 6 soles la bolsa de un kilo; en verdad, precios aún accesibles para el consumidor promedio peruano. En sus propias casetas de venta (de latón pintado de azul y con el símbolo del pescadito formado por las letras de EPSEP en un lugar visible), la empresa estatal llegaba a las amas de casa en mercados como La Aurora (Cercado), Chacra Colorada (Breña), Lobatón (Lince), entre otros. En esos recordados puestos ofrecían también otras especies marinas como el jurel, merluza y caballa, todos congelados y vendidos a precios populares.
Al año siguiente, en 1992, la novedad pesquera por Semana Santa en el Perú fue la llegada de la “cojinova chilena”, importada por los mismos comerciantes mayoristas, puesto que la cojinova peruana se había alejado de nuestro mar con el fenómeno de “El Niño” que se presentó ese año. El ‘fenómeno’ alejó también de nuestra mar a la corvina y otras especies de aguas frías.
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Otro detalle era el precio: la importada chilena era más cara. De esta forma, la “cojinova chilena” se vendió entre 12 y 14 nuevos soles el kilo, en tanto las variedades peruanas como la chita, perico y liza oscilaron entre 2 y 4 nuevos soles. Unos precios que no volverían a verse, pues en los años siguientes de la década de 1990 el aumento del precio del pescado lo alejaría en algo del consumo masivo peruano.
En realidad, las especulaciones y los acaparamientos alrededor de los productos de mar durante la Semana Santa, hicieron que el público consumidor buscara otras especies marinas. Ya del bacalao ni se hablaba y el tollo seco también sufrió en su precio por la especulación.
El consumo de pescado se abrió a todas las especie y ya no hubo preferencias por alguno en especial; aunque, por sus precios, el bonito, entonces a dos soles en kilo, y el perico, a 4 soles, se impusieron al resto. Para mediados de los años 90, aun se vendían a solo 1.50 soles, tanto en Lima como en provincias, las clásicas bolsas de cuarto de kilo de EPSEP con el consabido “pescado seco salado (tipo bacalao)”.
Pero en marzo de 1997 ocurrió un milagro marino. Los peruanos creyentes estaban interesados por estas fechas de Semana Santa en consumir aún bacalao, así sea en su versión seca. Muy pocos, por no decir casi nadie, había degustado un filete de bacalao fresco, por ejemplo; aquello era algo de ensueño, pues para empezar no era un pez habitual de estas áreas marítimas.
Sin embargo, todo cambió cuando se dio la noticia, el 28 de marzo de 1997, de que un grupo de científicos, en una operación de pesca experimental, habían detectado, entre los 450 a 3,000 metros mar a fondo, lo que denominaron “bacalao peruano de profundidad”.
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El bacalao peruano de profundidad (Dissostichus eleginoides) era una especie que recién se estaba explotando, y que vivía sobre la fauna del fondo del mar, a profundidades que iban más allá de los 2,000 metros. Se estaba determinando todavía “el nivel de abundancia del bacalao de profundidad en nuestro litoral”. La información fue difundida por el Ministerio de Pesquería.
Pese a ello, el ingeniero pesquero Eduardo Pastor Rodríguez aclaró que esta especie no era extraña en la región: en Chile la conocían desde finales del siglo XIX, aunque su pesca comercial se inició en ese país recién en 1970. Otro detalle no menos importante que dio el ingeniero Pastor, y que le bajó el tono a los titulares periodísticos, fue que este pez no estaba clasificado en la ciencia de historia natural como pariente del bacalao verdadero, aunque “su carne, sabor y textura lo hacen merecedor de ser denominado como tal y es exportado sin ningún problema a los exigentes mercados de Norteamérica, del Sudeste Asiático y Europa”, dijo, tras anotar que en el Perú ya se habían llegado a capturar piezas de hasta 70 kilos.
Siendo así, nos quedaremos con esa alentadora idea del “bacalao peruano” o “a la peruana”, para bien de la imaginación y el orgullo del comensal nacional.
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