El iqueño Sérvulo Gutiérrez nunca pisó una escuela formal de arte en el Perú, pero fue sin duda uno de los pintores más destacados de su generación en los años 40 y 50 del siglo XX. Su vida que empezó el 20 de febrero de 1914, en un ambiente familiar de Ica, cercano a la artesanía popular, se convertiría con los años en un trayecto errante, aventurero y cada vez más urgente con la necesidad de expresarse en colores y formas, en ese expresionismo personal que lo caracterizó e hizo de él un artista vital y de mirada penetrante en la realidad peruana contemporánea.
Justamente ese espíritu expresionista se ve reflejado en los rostros transformadores de su Santa Rosa de Lima o de su Señor de Luren, figuras desgarradoras, dulces y solitarias. Muchos se preguntan aún hoy, ¿cómo puede haber pintado lo que pintó siendo un autodidacta?
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La respuesta está en que Sérvulo Gutiérrez tuvo una preparación, a su manera, primero en Buenos Aires, Argentina, donde trabajó y aprendió algunas técnicas plásticas al lado de Emilio Pettoruti; y luego en París, Francia, a donde viajó entre 1938 y 1940. Esos dos años en el Viejo Continente los vivió intensamente, entonces era un joven ávido de aprender de los maestros.
De regreso a Argentina y luego al Perú, salvándose de la Segunda Guerra Mundial, el artista iqueño vivió cada año de esos 20 años siguientes como si fueran los últimos de su vida. Trabajó duramente en el manejo de su arte, con constancia, todavía en base a esbozos formalistas (monumentalista); pero a la vez, vivió la bohemia desembozadamente, con libertad, abierta no solo al arte sino también al deporte (fue campeón nacional de boxeo, peso gallo).
Es así como Sérvulo Gutiérrez se mantuvo a flote en los años 40. Lo salvaron de perderse las artes plásticas y el vino, y también el amparo y la compresión de sus pocas o muchas amantes que le hicieron la vida más amable.
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Los bares de los portales de la plaza San Martin, en el Centro de Lima, lo vieron libar todo lo que pudo, pero también lo escucharon hablar de pintura, día y noche, como un iluminado durante la década siguiente, la de los prodigiosos años 50.
Porque Sérvulo Gutiérrez era eso: un iluminado, un convencido de que el mundo se movía por obra y gracia del color y sus formas. Entonces se convirtió en un pintor enteramente expresionista y así quedará para la historia de la pintura peruana.
Cuenta la leyenda que no usaba caballete ni ningún soporte para pintar, y que solía lanzar sus lienzos al piso y desde allí creaba esos mundos de fuerza, volumen y gestos, tan característicos en su propuesta pictórica.
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Sérvulo Gutiérrez no usaba pinceles, o lo hacía esporádicamente; lo que más utilizaba eran espátulas y los propios dedos y uñas para darles detalles a sus escenas y personajes. Uno de esos personajes fue la periodista Doris Gibson, fundadora de la revista “Caretas”, cuyos retratos parecieran que hablaran con dolor y angustia, como escondiendo una sublime pasión humana.
Los últimos años de la vida de Sérvulo Gutiérrez, que también fueron los de la década de 1950, revelaron a un artista más apaciguado con el mundo; o tal vez, aun rebelde y más deslumbrado por una mirada interior que se confrontaba con el pasado y lo desconocido por venir.
Su regreso a Ica, la ciudad donde había vivido de niño junto a sus 16 hermanos, lo acercó más a esa nostalgia de madurez, o quizás a un tipo de sabiduría que muchas veces confundimos con la nostalgia. Esa fue la etapa artística en que más veces dibujó y pintó figuras sagradas.
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Las ganas de superar esos instantes de sensaciones místicas, muchas veces terminaban en grandes celebraciones en medio de una bohemia que le costó luego sobrellevar a su salud, a finales de la década del 50. Todo ello, al mismo tiempo que su arte era reconocido nacional e internacionalmente.
De su genio y figura artística, solo podemos repetir lo que ya dijo el maestro Teodoro Núñez Ureta: “En él, el color toma el mando de su forma y ésta se desdibuja, se estremece, vibra y ondula al unísono de su pinceleo rápido, preciso, espontáneo, repentista e instintivo. Sus trazos son febriles, dislocados, caligráficos, de un lenguaje plástico de gramática particular, en la que se atropellan todas las normas de la lógica y se imponen las de un orden propio, instintivo, iluminado”.
Sérvulo Gutiérrez era para entonces un gran artista, un eximio pintor reconocido en todos los ámbitos. Podía exponer continuamente y recibía una serie de estímulos a través de premios y reconocimientos. En medio de ese contexto favorable, el artista murió el viernes 21 de julio de 1961, a los 47 años de edad. La causa: una complicación hepática.
Su cuerpo fue enterrado en el cementerio general El Ángel, en Barrios Altos, en el Cercado de Lima.
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