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Hace 40 años: la historia de la masacre de ocho periodistas, un guía y un comunero en Uchuraccay | FOTOS
En Uchuraccay, una comunidad en las alturas de la provincia de Huanta, en Ayacucho, ocho periodistas, un guía y también un comunero fueron asesinados salvajemente el 26 de enero de 1983 por los propios pobladores de esa localidad. Ya han transcurrido cuatro décadas de este lamentable suceso de sangre
Javier Ascue, el corresponsal de El Comercio en Ayacucho, pudo ser el noveno reportero asesinado esa tarde del miércoles 26 de enero de 1983. Con el pie adolorido por una larga caminata previa, Ascue desistió de acompañar a sus colegas Eduardo de la Piniella, Félix Gavilán y Pedro Sánchez, del Diario de Marka; Jorge Sedano de La República, Amador García de Oiga, Luis Mendívil y Willy Retto de El Observador; y, finalmente, a Octavio Infante del diario Noticias de Ayacucho.
Los periodistas, tras saber de la muerte de un grupo de senderistas días antes en la comunidad de Huanchao, 8 km. al norte de Uchuraccay, empezaron a llegar de Lima a Huamanga. El martes 25 de enero, ya los ocho hombres de prensa estaban juntos. Entonces decidieron ganar tiempo y hacer un grupo de exploración hacia Huanchao. Todo lo tuvieron preparado para el 26 de enero, apenas despuntara el alba.
Ascue permanecía en Huamanga desde el 29 de diciembre de 1982, poco menos de un mes. Llegó cuando se decía por esos días que las huestes de Sendero Luminoso (SL) pensaban tomar la ciudad, y asumía al mismo tiempo la jefatura político-militar de la zona de emergencia, el general EP Clemente Noel.
De esta forma comenzaba, desde mediados de enero de 1983, la militarización de la zona de emergencia en Ayacucho. Con menos de 30 días en Huamanga, Ascue supo que aquella zona era el infierno. Entre la violencia terrorista y la dura respuesta militar y policial (llegaron a reforzar los ‘sinchis’ de la Guardia Civil), ese lugar del sur peruano era un caldo de cultivo que no traería nada bueno en el corto plazo.
El general Noel había dado una conferencia de prensa el domingo 23 de enero de 1983, donde informó que los comuneros de Huaychao y de otras comunidades habían dado muerte a “siete terroristas”. Los militares de la zona de emergencia y el gobierno de Fernando Belaunde Terry reconocieron ese acto como de “valor” y “patriotismo”. Era la respuesta que el Estado esperaba de los comuneros, así lo declararon públicamente.
Cuando el martes 25 de enero, Ascue regresó de una comisión en Chuschi, donde había habido una balacera entre militares y terroristas, vio organizados a los ocho periodistas, con provisiones, chompas, zapatillas, cámaras fotográficas y grabadoras a la mano; hasta tenían pensado llevar a un guía para llegar a Huanchao.
Ascue, con los pies reventados por la caminata que debió hacer el día anterior, solo los vio alejarse a las 5 y 30 de la mañana desde una ventaba del Hostal Santa Rosa; todos con buen ánimo, metidos apenas en el viejo auto que conducía Salvador Luna Ramos, un chofer contratado.
Hasta ese momento, ninguno de ellos sabía de la existencia de una comunidad llamada Uchuraccay, así se indicó en el informe final de la Comisión Investigadora, que presidió desde el 2 de febrero de 1983, el escritor Mario Vargas Llosa, e integraron Mario Castro Arenas, decano del Colegio de Periodistas del Perú y el jurista Abraham Guzmán Figueroa; además de varios asesores y especialistas en ciencias sociales, historia y lingüística.
UCHURACCAY: EL GUÍA, EL CAMINO, LA MUERTE
Lo primero que hicieron los ocho periodistas, luego de bajarse del auto más allá del poblado de Yanaorco (donde tomaron desayuno), fue caminar hasta la localidad de Chacabamba para buscar allí al medio hermano materno de Octavio Infante García, Juan Argumedo García, de 35 años, quien debía sumarse al grupo como guía, pues conocía bien la zona. Argumedo vivía con su esposa e hija, madre y una hermana. Los hombres de prensa querían llegar, a como diera lugar, a la alejada comunidad de Huanchao. Pero nunca lo hicieron. Antes, en Uchuraccay, otra comunidad de las alturas, les esperaba la muerte de la forma más vil posible.
Los enviados por los medios de Lima y otros de Huamanga, según los datos recogidos por la Comisión Investigadora, no estaban al tanto del peligro al que estaban expuestos en esos parajes que no conocían bien. El mismo Argumedo, poblador de la zona, desconfiaba de andar por esas alturas iquichanas. Había sido testigo y vivido la violencia que traía SL y la presencia de los militares, y por ello justamente se negó a conducirlos más allá del cerro Huachhuaccasa, ya cerca de Uchuraccay.
Desde ese punto, siendo casi las tres de la tarde del 26 de enero de 1983, Argumedo vio cómo, luego de un breve y áspero diálogo (en el grupo hablaban quechua Félix Gavilán, Octavio Infante y Amador García) los visitantes eran atacados por los comuneros de Uchuraccay. Para entonces, estos estaban preparados para atacar en masa a los miembros de SL y esperaban con ansiedad la represalia de esta organización terrorista por la muerte de un grupo de ellos en Huanchao. Pero esa vez se equivocaron.
En medio de esa tensión, y con el recuerdo de los ‘sinchis’, las fuerzas especiales de la GC, que les habían ordenado atacar a grupos extraños que llegaran a ellos por tierra (los ‘sinchis’ lo harían por aire), es que los comuneros agredieron con piedras, ondas, hachas y cuchillos a los indefensos periodistas, que solo atinaron a cubrirse inútilmente la cabeza, el rostro, el cuerpo, hasta que sus fuerzas los abandonaron. Una masacre inmisericorde.
Argumedo intentó escapar de la escena, montado en la mula que había prestado a Jorge Sedano. Pero no puedo evadirlos. Fue atrapado cuando bajaba por la ladera del cerro y conducido a la comunidad. Cuando esos comuneros llegaron con Argumedo prisionero, ya la masacre a los periodistas se había consumado. Es muy probable que el guía les haya explicado el error que habían cometido. Pero, aquella aclaración fue su sentencia de muerte.
El asesinato de Argumedo nació del miedo de la comunidad, que así quiso acallarlo. Mataron así al mensajero. La misma suerte corrió el comunero Severino Huáscar Morales Ccente, quien habría tratado de evitar el asesinato de su amigo Argumedo, y a quien también los comuneros acusaron de apoyar a SL, según el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).
“La matanza fue cruel y no duró más que treinta minutos. Esa misma noche mataron al guía Juan Argumedo y a Severino Huáscar Morales. A este último, por su vínculo con el PCP Sendero Luminoso, lo responsabilizaron por defender a los periodistas y al guía, acusándolo de haberlos traído en abierto desacato a las decisiones adoptadas por la comunidad”. (CVR, 2003, p. 97).
A los ocho periodistas, víctimas de una deleznable muerte, los habían desnudado y enterrado en cuatro fosas, de a dos. Boca abajo, macheteados, tasajeados. Según la CVR, “los campesinos estaban seguros de que habían dado muerte a miembros del PCP SL, por eso mismo los sepultaron fuera del cementerio y sin velatorio… los cuerpos de los periodistas fueron depositados muy cerca de la plaza, a solo 200 metros, sin ningún afán de ocultamiento”.
La denuncia pública del caso la hicieron los familiares de Argumedo en Huamanga, luego de lograr escapar de la comunidad de Uchuraccay, donde quedaron retenidos el 27 y 28 de enero, cuando habían ido a averiguar sobre su familiar desaparecido. El domingo 30 de enero de 1983, en sendos helicópteros llegaron a esa comunidad una amplia delegación de Lima, con autoridades civiles, militares y religiosas, directores de medios, enviados especiales, familiares, todos, para ser testigos de la exhumación de los ocho periodistas. Fue una de las experiencias más duras que un reportero podía cubrir: verificar la masacre de varios colegas y amigos.
En torno a las cámaras fotográficas de las víctimas, casi todas habían desaparecido, pero no la de Willy Retto, hallada finalmente, entre otros documentos y cosas de las víctimas, casi cuatro meses después en una zona pedregosa, oculta obviamente y algo lejos de la comunidad que los había asesinado. Luego de la necropsia de ley, los cuerpos de algunos de los periodistas fueron enterrados en Ayacucho, pues residían allá; y otros en Lima, en la capital fueron enterrados en el cementerio general El Ángel, en el Cercado de Lima.
Según la CVR, el hallazgo ocurrió el 14 de mayo de 1983, en el momento que se realizaba, a pedido del juez Juan Flores Rojas, un patrullaje de búsqueda de pruebas. Se encontró un maletín escondido en una cueva del cerro Raccraccasa. ¿Qué contenía? Pues rollos fotográficos y los documentos personales de Willy Retto, Amador García y Pedro Sánchez. Y la cámara Minolta de Retto. En ella estaban, en un rollo, “nueve fotos que captan los momentos previos a la matanza”. (CVR, 2003, p. 150).
UCHURACCAY: LAS EVIDENCIAS Y LAS RAZONES DE LA SINRAZÓN
Desde la aparición de las nueve imágenes de Retto, tomadas segundos o minutos antes de su asesinato, las narrativas o discursos se cargaron de suspicacias. Las posiciones han ido desde las que plantearon los comisionados del gobierno, de que las imágenes confirmaban que no había habido ninguna presencia militar o policial en el momento del crimen; hasta las que vieron en esas imágenes -en detalle- a seudocomuneros en la escena, con pantalones, relojes y anillos ajenos a los hombres del campo, y que estos serían presumiblemente agentes policiales camuflados. Esas imágenes fueron consideradas en el proceso judicial como una prueba de la presencia in situ de personas ajenas a las de Uchuraccay.
El registro fotográfico de Retto fue crucial para ver el escenario en que se movieron las víctimas aún con vida, y sirvió además como testimonio y prueba objetiva de que los periodistas sí intentaron dialogar y decir a los comuneros que eran gente de prensa y nada más. La Comisión Investigadora de Vargas Llosa concluyó que los comuneros, entre exasperados y temerosos, no quisieron escucharlos porque estaban convencidos de que eran terroristas, que llegaban allí para reprimirlos.
En los interrogatorios posteriores, los comuneros trataron de justificar su acto criminal indicando que los visitantes habían llevado una “bandera roja”, lo cual era totalmente falso. Asimismo, señalaron que se habían confundido con sus cámaras fotográficas en las que creyeron ver armas. Las versiones de los comuneros sospechosos eran poco creíbles; los jueces del Tribunal Especial condenaron, el 9 de marzo de 1987, a tres de los comuneros a diversas penas carcelarias. Se trató de Dionisio Morales Pérez (10 años), Mariano CcasaniGonzáles (8 años) y Simeón Auccatoma Quispe (6 años).
Ningún jefe militar ni policial fue condenado, pese a que se les vinculó como azuzadores o instigadores del uso de la violencia en esas comunidades, e incluso en una investigación posterior como la de Jaime y Víctor Tipe (“Uchuraccay, el pueblo donde morían los que llegaban a pie”, 2015), se indicaba la existencia de un documento firmado por 123 comuneros de Uchuraccay donde se comprometían a luchar contra SL y que fue hallado por el historiador Ponciano del Pino en la subprefectura de Huanta.
La Comisión Investigadora de Vargas Llosa, que entregó su informe final en 1984, excluyó de cualquier responsabilidad directa a las Fuerzas Armadas y Policiales, al comprobar que la incitación militar no fue sistemática ni calificaba como una política implementada por el Comando Político Militar.
La propia CVR, si bien no negó “que diversos agentes del Estado -los sinchis e infantes de Marina, el jefe del Comando Político Militar y el propio presidente de la República- alentaron esta conducta”; no llegó a sostener la tesis de que estos fueron los directos ejecutores, como planteaban desde diversos sectores políticos del país.
La comunidad de Uchuraccay se convirtió así en un problema para el gobierno y los militares. Los comuneros habían pedido garantías y defensa contra los terroristas deSL. Pero no los escucharon. La consecuencia: en febrero de 1983, huestes senderistas entraron a la comunidad y asesinaron a varios de los comuneros que habían intervenido en la masacre, porque sabían que esa violencia con la que actuaron estaba enfocada hacia ellos.
Al día siguiente de la masacre, el jueves 27 de enero de 1983, Javier Ascue de El Comercio recibió de manos de una señora el carnet de periodista de Jorge Luis Mendívil: “Señor, a los periodistas los han matado…”, le dijo. Ascue no lo creía, pero terminó creyéndolo y doliéndole en el alma cuando él mismo ayudó a desenterrar los cuerpos inánimes de sus amigos y colegas, en esas ásperas tierras iquichanas.
Con respecto a Argumedo, se le dio por perdido desde ese 26 enero de 1983, pues no hallaron su cadáver ni restos humanos que le pertenecieran. Los comuneros lo habían sepultado en secreto, pero finalmente fue hallado a fines de octubre de 1983 por su esposa Julia Aguilar en un paraje apartado de la comunidad, luego de unos duros meses de búsqueda casi en solitario.
El cuerpo de Juan Argumedo fue enterrado en el cementerio de Chacabamba, sin decirle nada a nadie. En 1984, Julia Aguilar y su pequeña hija Rosa Luz migraron a Lima. Pero en 1986, una hermana de Argumedo, Lidia, testificó en el juicio en Lima, y contó al juez que los restos de Juan Argumedo ya habían sido enterrados por su familia.
Entonces, el juez ordenó la necropsia. Con el cuerpo de Argumedo en Lima se hicieron todos los estudios y se determinó que había muerto “linchado el mismo día que los periodistas”. Fue la novena víctima. No fue un cómplice de SL como se pensó en 1983. De la décima víctima, solo se supo que era un comunero de Uchuraccay, amigo de Argumedo y que trató de defenderlo. Se llamaba Severino Huáscar Morales Ccente.
Entorno a este trágico caso, cada peruano parece haberse quedado con una versión de los hechos, con su propia memoria; respondiéndose a sus propias preguntas, inconformes, incrédulos, y pensando que todavía hay una justicia por venir, pese a los 40 años transcurridos.
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