Es domingo 21 de junio de 1987 y Alan García recorre durante varias horas las calles de Lurigancho. No es un domingo cualquiera: se celebra el Día del Padre. De pronto, desmarcándose de lo previsto en su agenda, García decide visitar San Pedro, el penal del distrito. El acto es riesgoso, incluso temerario: solo un año antes se ha producido la Matanza de los Penales, aquel sangriento capítulo que acabó con la vida de casi trescientos reclusos de tres cárceles distintas (solo en la de Lurigancho fueron asesinados 124 internos).
A pesar de ese antecedente –o a causa de él–, García busca el diálogo con los prisioneros. Los excesos cometidos durante el debelamiento del motín –sumados a la crisis económica general y al avance del terrorismo– han minado la popularidad presidencial, que ha descendido más de quince puntos. Frente a una coyuntura que le reclamaba gestos, Alan elige tener uno. Por ejemplo, conceder un indulto. Ese domingo en Lurigancho le concedió ese beneficio a un hombre de ochentaicinco años que había sido encarcelado por delitos menores.
La foto habla por sí sola. García, con la mano izquierda en el bolsillo, levanta el brazo contrario. No queda claro si lo hace para saludar a su auditorio o para apoyarse en las rejas; en cualquier caso, el gesto deja muy en claro que es él quien tiene la sartén por el mango. Durante esos minutos, ¿habrá recordado García Pérez a su padre, Carlos García Ronceros, a quien conoció a los cinco años durante su reclusión en El Sexto?
Fijémonos en esa muchedumbre de presos, donde, salvo algún perfil que se pierde en el tumulto, no hay rostros. Solo vemos manos. Manos que empuñan los barrotes con fuerza o desesperación. Manos que se aferran al sueño tal vez imposible de salir de allí con vida. Fíjense en la tensión de esos nudillos: parecen querer alcanzar alguna forma retorcida de justicia. Pero no todas son manos rabiosas; hay unas suplicantes, otras descreídas y muchas, muchísimas cansadas. Aunque es posible que los reclusos estén de pie, la perspectiva de la foto nos hace pensar algunos participan del encuentro de rodillas. Me pregunto cuántos de ellos estarán vivos hoy para celebrar con sus hijos el Día del Padre, y qué recuerdos guardarán de aquella tarde de los ochenta en que el presidente llegó a Lurigancho.