En estas horas tan difíciles y luctuosas para los pueblos de todo el mundo a causa de la pandemia del COVID-19, miles de científicos, en todos los continentes, trabajan infatigablemente en dura lucha contra el tiempo tratando de encontrar una vacuna que nos proteja contra el despiadado virus que sigue sumando víctimas con apocalíptica crueldad. Considero que este es momento oportuno para recordar y honrar a un compatriota, lamentablemente poco conocido, el doctor Juan M. Byron Markholz, quien se enfermó gravemente de tuberculosis, y falleció a causa de ella, por haber estudiado durante más de una década el bacilo que Roberto Koch había descubierto en 1882.
Byron nació en el Callao en 1860 y realizó sus estudios escolares en el Colegio Chávarri, del primer puerto, para luego ingresar, en 1877, en la Facultad de Medicina de la Universidad de San Marcos. En 1879, al estallar la guerra con Chile, Byron, como todos sus catedráticos y condiscípulos, ofreció sus servicios a la patria. Juan B. Lastres en su Historia de la Medina Peruana dice que fue destinado a Tarapacá donde tuvo una destacada actuación en el Primer Cuerpo de Sanidad.
Byron recordaría más tarde, en un entonado discurso a la Unión Fernandina, los azarosos lances de aquellos días: “Desde Chipana hasta Mejillones, desde Pisagua hasta Huamachuco -dijo- la Escuela de Medicina ha estado dignamente representada por algunos de sus miembros, sin que las fatigas consiguientes a las marchas, ni el hambre, ni las epidemias, ni la metralla enemiga, les hubiera hecho cejar una sola línea en su propósito…”
Después de los infortunios de San Juan y Miraflores, Juan M. Byron reanudó en 1882 sus interrumpidos estudios de Medicina. Como se sabe, la Universidad de San Marcos funcionaba casi clandestinamente en aquellos días de ocupación militar y desaliento. En 1885, con el grado de bachiller, Byron viaja a Italia donde se doctora en Medicina, en 1887, en la Universidad de Nápoles. Por entonces había definido claramente su especialización: la bacteriología.
El hombre de ciencia peruano quería seguir las huellas de Luis Pasteur y de Roberto Koch, cuyas investigaciones habían producido en el ámbito médico, e incluso en todos los círculos cultos, un impacto fabuloso, no solo por su enorme interés científico, ya que además encendieron la esperanza de una rápida extinción de las enfermedades infecciosas, tan mortíferas hasta entonces. “No puede extrañar, pues, -ha escrito Pedro Laín Entralgo en su Historia de la medicina- que muchos se consagrasen con entusiasmo a la investigación microbiológica, primero en Francia y en Alemania, luego en el resto de los países civilizados; que naciese sin demora una nueva disciplina fundamental, la microbiología médica, de la cual no tardaría en desgajarse otra, la inmunología…”.
Byron estuvo en París y Berlín empapándose de los más recientes descubrimientos de los grandes maestros. En 1887, en un artículo publicado en la Crónica Médica, hizo conocer en el Perú las vacunaciones intensivas hechas con médula fresca de conejo, las que en manos de Pasteur iniciaron el benéfico método profiláctico de vacunación, “que junto con el jenneriano -acota Lastres- practicado a comienzos del siglo, forman dos bellos jalones de los que puede ufanarse la Medicina Preventiva del siglo XX”.
Byron, convertido en médico laboratorista, estudia el cólera en La Habana, así como las fiebres palúdicas y la lepra. En 1888 decide radicarse en Nueva York donde se desempeña como jefe del hospital de la isla de Swinburne, durante las epidemias de cólera de 1892 y 1893. Luego fue nombrado jefe del Laboratorio Loomis donde se dedicó fundamentalmente al estudio del bacilo de Koch.
En noviembre de 1894, Juan M. Byron ya sabía que estaba gravemente enfermo de tuberculosis. A un reportero de un diario que lo entrevistó por entonces le dijo: “He estado cultivando los gérmenes de la enfermedad por doce años, y supongo que la familiaridad con ellos me hizo ser poco cuidadoso, lo que le pasa al cirujano, que muchas veces se corta con su propio cuchillo”. Era inevitable el contagio. Como el propio Byron explicaba, una de sus tareas era recoger en tubos de vidrio el esputo de los enfermos tuberculosos para luego preparar las muestras que examinaría al microscopio.
Al morir el 8 de mayo de 1895 dejó viuda y dos hijos. Si bien es cierto que no había regresado al Perú, Byron se mantuvo siempre en contacto con su patria y frecuentemente enviaba comunicaciones científicas que se publicaron en la Crónica Médica. La desaparición de Byron fue muy sentida entre la comunidad científica norteamericana.
El Evening Sun, de Nueva York, dijo: “No era el incentivo del lucro el móvil que guiaba a este eminente sabio a sus investigaciones. Pudo haber hecho su fortuna asistiendo enfermos, pero prefirió trabajar en el laboratorio, recibiendo una pequeña retribución”. Otro importante diario, The Herald, dijo a su vez: “A pesar de no tener sino 35 años, era reconocido como uno de los mejores bacteriólogos de este lado del Atlántico…”.
Durante su juventud Byron escribió también varias obras de teatro que tuvieron mucho éxito en Lima, tales como “Vamos a Antofagasta”, de tema bélico; “La de a mil”, costumbrista; “Soledad” y “La mesa parlante”. Tal vez el mejor epitafio para este médico brillante, culto y patriota fue la opinión que sobre él tuvo Hermilio Valdizán: “¡Realizó una hermosa obra de bacteriólogo!”.