Se lo he escuchado decir a mis papás, mis tíos y mis primos mayores, pero si no fuera por las imágenes, no lo creería. Me cuesta imaginar que en este país, futbolero, machista y patriarcal, el vóley femenino haya captado la atención nacional a tal punto que la gente madrugaba para ver a la selección nacional en las Olimpiadas de Seúl 88. Mi generación no lo entiende, no lo proyecta. Más que incredulidad, lo que tenemos es envidia por no haber vivido los años dorados del vóley peruano. Esta foto es del 1 de octubre de 1988; el estadio Nacional –tan lleno como en un clásico o un partido de Eliminatorias– recibía al equipo que acababa de ganar la medalla de plata en los Juegos Olímpicos. Fueron del aeropuerto al estadio en ese carro de bomberos. Dos días antes, habíamos perdido contra Unión Soviética por 3 sets a 2, un partido que mi familia, como tantas otras, no ha podido olvidar. «Eran las cinco de la mañana, todo el barrio estaba levantado, en pijama», me cuenta mi tía Angélica, la hermana mayor de mi mamá, «nos juntamos en la cocina y lo vimos allí, desayunando, los dos primeros sets los ganamos, todo bacán, después vino la pesadilla, tu abuelita le hacía contra a la pantalla para que las rusas no hicieran más puntos, pero no se pudo».
A mí esta foto me conmueve: veo a un grupo de chicas (todas en sus veintes) orgullosas de haber logrado algo inédito a favor de un país que atravesaba una de sus peores crisis políticas, con Alan García en el gobierno y el terrorismo en plena actividad. La más alta es Gaby Pérez del Solar; a su derecha e izquierda, están Cenaida Uribe, Sonia Ayaucán, Natalia Málaga, Gina Torrealva, Rosa García y Cecilia Tait (así se llamaba el coliseo de mi colegio). Varias de ellas serían congresistas en el futuro, pero ni siquiera eso opacaría el bonito recuerdo que dejaron como deportistas. Estas mujeres levantaron al país, literalmente. Ya solo por eso, habiéndolas visto jugar solo en YouTube, me resultan admirables.