Antes de tomar la decisión de ir con cuatro miembros de la “Sociedad del Escudo” -el ejército personal que fundó en 1968 conformada mayormente por universitarios- a un cuartel del ejército en Ichigaya, cerca de Tokio, para desde allí dar su famoso discurso que nadie quiso escuchar en ese momento y luego hacerse el seppuku o harakiri, Yukio Mishima dejó lista su última novela: “La corrupción de un ángel”, la última de la tetralogía “El mar de la fertilidad”, la cual completaron las anteriores novelas “Nieve de primavera” (1969), “Caballos desbocados” (1969) y “El templo del alba” (1970).
“La corrupción de un ángel” fue un título que lo dibujaba enteramente. Un título más que simbólico en la vida de este escritor japonés, sin duda, uno de los más conocidos del Japón de la posguerra para ese Occidente obsesionado con mirarse a su propio ombligo. Mishima destacaba por su literatura y personalidad. Decían que era el más occidental de los escritores orientales, y de alguna forma lo fue; pero de otras formas estuvo también alejado de ese mundo.
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UNA VIDA DURA, TRISTE, ÚNICA
Nacido en Shinjuku, cerca de Tokio, el 14 de enero de 1925, con el nombre de Kimitake Hiraoka, no llegó a servir en el Ejército de su país durante la Segunda Guerra Mundial. En verdad, solo podría haberlo hecho casi al final de la guerra, pues cuando empezó esa locura bélica, Kimitake tenía apenas 15 años.
Su transformación física y espiritual empezó en posguerra. Su culto a la literatura, a su cuerpo y su afán por aprender distintas artes marciales fueron como un escudo para defenderse de la hostilidad que recibía por no haber peleado en la guerra, pero a la vez lo usó como un mecanismo de defensa para olvidar a ese adolescente delgado e indefenso que sufrió en silencio. Yukio Mishima se exigió al máximo en todos los terrenos.
El escritor quería ser un hombre fiel a sí mismo y defender una manera de sentir y pensar su país. Japón había empezado un proceso de modernización económica, social y cultural bajo el estilo norteamericano (el costo de haber sido vencido por los EE.UU.). Pero eso nunca lo aceptó el artista.
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Mishima vivía una aparente contradicción: amaba profundamente el Japón tradicional (su fidelidad al emperador era total), pero vivía, se exhibía y dejaba en claro “a los demás” su visión moderna. Actuaba como un escritor occidental para que no supieran de su auténtico pensamiento y sentimiento. De esta forma, se camuflaba, se transformaba sin dejar de ser él mismo.
LAS DOS PRIMERAS NOVELAS LO CONTARON TODO
Es muy recurrente que en la vida de un narrador sus primeras novelas sean las que marquen su personalidad literaria y digan lo esencial de su poética. Allí es donde se sientan las bases de su trabajo posterior. En el caso de Mishima fueron las dos primeras novelas las que dejarían en claro su naturaleza humana y literaria.
Escrita en los primeros años de la posguerra, cuando Mishima empezaba su propio proceso de autonomía frente a su férrea familia, la novela “Confesiones de una máscara” (1949), trama en primera persona, significó para él un grito de libertad, en la que diseñó cada detalle de su personaje. Reveló allí a un individuo trágico, cuya vida deambulaba entre el ser y el parecer:
“En esta casa se me exigía comportarme como un chico. Así fue como, contra mi voluntad, empecé a hacer teatro. Fue a partir de entonces cuando empecé a comprender vagamente el mecanismo de este hecho: lo que los demás consideraban una pose por mi parte era en realidad la expresión de mi ansia de volver a mi naturaleza y a la inversa: lo que la gente consideraba mi naturaleza era una actuación por mi parte”.
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Era el primer “cráter” narrativo que se repetiría transformado en sus libros posteriores: la falsedad, la impostura, el engaño y el sacrificio como forma de vida. Pero faltaba completar el otro lado de la Luna, el otro lado de esa dramática figura suya. Porque una existencia así era difícil sostenerla en el tiempo. Así, Yukio Mishima nos entregaría una segunda clave de su visión de las cosas.
En su segunda novela, esta vez escrita en tercera persona y titulada “Sed de amor” (1950), la muerte y el amor aparecen complementarios. En esa impostura obligada de sus personajes, estos no podían vivir sin recibir heridas profundas, sin sufrir un dolor que -en el caso del escritor japonés- se convirtió en un ente metafísico inalcanzable y, por lo tanto, incurable.
El narrador dice de Etsuko, la protagonista de “Sed de amor”: “Ella deseaba una muerte lenta, gestada durante un dilatado espacio de tiempo, y no una muerte común, ordinaria. ¿No era, acaso, que buscaba en las profundidades de sus celos algo que le permitiese no tener que temer ese sentimiento nunca más? Tras ese sórdido anhelo, tan miserable como el apetito de carroña, ¿no se escondía un ferviente deseo de tenerlo todo para sí, un ansia sin fin ni propósito?”.
AQUELLA MAÑANA DE NOVIEMBRE…
Cuando salió de su casa esa mañana del 25 de noviembre de 1970, Yukio Mishima no pensó sino en dejar un ejemplo para su país, para sus compatriotas. Asaltó el cuartel militar con sus acompañantes quienes, con espadas samurái en mano, penetraron el resguardado recinto.
Mishima subió al segundo nivel del cuartel general del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa, en Ichigaya, hacia el centro de Tokio, y desde allí, en la explanada, habló, pidió, exclamó y se mostró en contra de lo que llamó la “cobarde debilidad del nuevo Japón”; quería ser escuchado por los jóvenes soldados, quería que lo apoyaran en el pedido de revocatoria de la Constitución de 1947, aquella que la guerra trajo, la del deshonor, la que restó poder al emperador, la que terminó con lo poco que quedaba de los valores tradicionales del antiguo Japón.
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Dijo allí, parado, impávido, que la sociedad japonesa se había “embriagado con la prosperidad económica, olvidando por completo los principios básicos de la patria, perdiendo totalmente su espíritu nacional”. Pero esos soldados que Mishima pensaba honorables y leales a esos valores, solo se burlaron de él, se rieron de él….
El escritor se entrecortaba, dudaba, hasta que se dio cuenta de que nunca lo entenderían. Ni los soldados ni los canales de televisión que ya estaban grabando toda la escena. Mishima se retiró de esa explanada y pasó al interior del cuartel, a un despacho donde tenía amarrado a una silla al general Kanetoshi Mashita. Delante de ese oficial, que no pudo evitar lo inevitable, el escritor se sentó en posición ceremonial e inició el rito del seppuku, que en occidente conocemos más como harakiri.
Sacó un cuchillo corto y, solo con la mano derecha, se lo introdujo en el vientre. No fue fácil, debió usar toda su fuerza y las dos manos para sentir en sus entrañas el frío del acero. Para completar el seppuku, Mishima pidió a uno de sus colaboradores de la “Sociedad del Escudo” (Tate no kai) que completara el rito con una espada samurái y lo decapitara. El primero, Masakasu Morita, tenso, nervioso, no fue capaz de hacerlo bien. Tuvo que venir un segundo hombre, Hiroyasu Koga, para acabar con el suplicio.
Uno de sus subalternos también lo acompañó en el rito final. Los otros tres deberían quedar vivos para contar y explicar el sentido de aquel sacrificio bajo el código samurái, o mejor dicho, ‘bushi’, el código del guerrero japonés en general; es decir, la de una muerte con honor como Mishima tanto añoraba.
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El impacto de la noticia fue mundial. Y es que, como señalaron los medios de todo el mundo, se trató del primer seppuku o harakiri ocurrido en Japón tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Su esposa se enteró por los medios del fatal suceso, justo cuando retornaba de recoger del colegio a sus hijos Noriko de 10 años e Ichiro de 9 años.
Mishima tenía 45 años cuando decidió esta puesta en escena real, sin artificios, sin engaños, sin ficciones; un acto final para una vida creativa con 40 novelas conocidas (y otras seguramente inéditas), centenares de cuentos, decenas de piezas de teatro No y Kabuki; numerosos ensayos y también poemas, lo que daba alrededor de 250 obras en total. Hasta dejó un cortometraje titulado “Patriotismo” (1960), que produjo y donde actuó haciendo el papel del teniente Shinji Takeyama, quien se hizo, curiosamente, un harakiri.
Yukio Mishima, tres veces candidato al Premio Nobel de Literatura en la década de 1960, la última vez en 1968 (donde lo obtuvo su amigo y maestro Yasunari Kawabata), era un escritor trágico, sin duda, pero trágico también fue el destino del Japón que le tocó vivir.
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