Marcel Duchamp y la "Fountain" (Foto: Wikimedia / AFP)
Marcel Duchamp y la "Fountain" (Foto: Wikimedia / AFP)
Fernando Ampuero

¿Qué anhela un gran artista durante sus primeros años? El artista del que estoy hablando vivió una juventud en estado de ebullición. Fuera de admirar a muchos de los maestros del siglo XIX, fue alguien que soñaba, primero, con hacer una pintura mejor realizada que la de sus antecesores –no hay que olvidar que los artistas plásticos de entonces integraban una tribu de artesanos con ambición por lo sublime, que, precisamente en virtud de ello, elevaban la obra a categoría de arte–. Y segundo, que dicho artista soñaba también con ser único, con decir mucho, con enseñarnos otra percepción del mundo.

Todavía, claro está, nadie había nominado el afán innovador que definía a tales años revolucionarios. El poeta Octavio Paz lo llamaría más tarde "la tradición de la ruptura", vale decir, hacía hincapié en la obsesión de romper con el arte aceptado o bien valorado por los espíritus selectos que "sabían lo que valía", para imponer otra visión, otro molde ajeno al arte académico. Desde entonces ya pesaba buscar "lo nuevo" –"El impacto de lo nuevo" se tituló el libro que escribió el acucioso crítico de arte Robert Hughes, avanzado el siglo XX–, lo cual encarnó en un vuelco fundacional de creatividad plástica con las manzanas del pintor Paul Cézanne, que precederían al aluvión de escuelas de vanguardia que hoy denominamos arte moderno: impresionismo, simbolismo, fauvismo, expresionismo, cubismo, purismo, futurismo, dadaísmo, constructivismo, surrealismo y abstraccionismo, entre otros ismos.

Varios artistas, ante tan apetitoso banquete, picaron de aquí y de allá, y, sin duda, al nutrirse de cada escuela, aprovecharon para extraer la esencia de sus magníficos secretos. Picasso era uno de ellos. Lo llamaron "el buen ladrón", por robar lo que necesitaba asimilar; robó las pinceladas de Toulouse Lautrec, las figuras estilizadas de la artesanía africana, la iconografía grecorromana. El cubismo, que rompió la perspectiva y utilizó formas geométricas para mostrar múltiples ángulos de figuras y objetos, fue su momento de gloria, aunque yo, a decir verdad, prefiero su período azul y su período rosa. Pero luego le salió al frente Matisse, otro "buen ladrón", que, como maestro del color, constituyó un rival para Picasso. Entonces Picasso también se robó el color de Matisse. Y a partir de ese momento ya no sería más el color de Matisse, sino "el sentido del color que Picasso supo reinventar".

ASESINO DEL ARTE
Picasso y Matisse fueron dos genios de su siglo. Pero mi intención no es destacar la historia de ellos, sino la de otro pintor, contemporáneo de ambos y que hizo lo mismo: pintó a la manera de otros pintores. Y, de hecho, sus cuadros fueron ciertamente espléndidos. Me refiero al notable . A fines del 2014, pude ver en París, en el Centro Pompidou, una retrospectiva de su obra que mostró lo buen pintor moderno que Duchamp logró ser como impresionista, fauvista, cubista y demás, antes de convertirse, según los críticos enemigos del "imperio de lo conceptual", en el "asesino del arte", por ser el autor del 'ready-made', semilla de un trastorno formal.

Duchamp fue el artista que llevó al extremo las rupturas con las sucesivas tradiciones del arte moderno. Harto de la pintura (por más moderna y renovadora que esta se imaginaba), él vindicó los diseños seriales de ciertos objetos de manufactura industrial, exploró la injerencia del azar en la ejecución de la obra de arte, y, sobre todo, consideró que la fugacidad era uno de sus componentes valiosos. Ya en la primera década del siglo XX, lo único que le interesaba era el ajedrez, juego que, a su juicio, era "una obra maestra del cartesianismo". Y a ello se dedicaría hasta el fin de su vida. Sin embargo, en el interín, experimentó con vidrios y ruedas de bicicleta, y por fin, concibió su obra consagratoria: "Fontaine" (1917), que al traducirla como "Fuente" suena demasiado bonito.

En realidad se trataba de un simple urinario para varones, aunque sus formas sinuosas hicieran pensar en una escultura de Brancusi. En un alarde de ironía –así lo confesó él mismo–, Duchamp presentó su "Fontaine" bajo el seudónimo R. Mutt en la Gran Exposición de la Society Independent Artists, en Nueva York, y debido a que los organizadores la rechazaron, la expuso en la Galería 291 de la misma ciudad. El urinario fue fotografiado por Alfred Stieglitz. Y a causa de la carga iconoclasta de dicha imagen, ya se sabe, empezó lo que hoy el mundo llama arte contemporáneo.

Después de "Fontaine", Duchamp hizo pocas obras que levantaron polvareda. En Buenos Aires, adonde viajó tras su estancia en Nueva York, exhibió otra broma, su "ready-made desdichado": asomándose el artista a una ventana, descolgó un cordel del cual pendía un libro de geometría "para que el viento pasase sus páginas y aprendiese por fin dos o tres cosas de la vida". La idea, sin duda, fue la misma: el hecho estético en su grado cero, cuando el artista decide que determinado objeto "sea arte", o cuando el criterio y la sensibilidad del público espectador lo acepten como tal. Ya no estamos ante una obra que se adosa en la pared ni que se pretende atesorar. La obra, siempre y cuando genere una reacción, se cuelga en la memoria. Además, en la mayoría de casos, este tipo de obras conceptuales no se explican por sí mismas. Hay que explicarlas con detalle en el catálogo, en que el artista y el curador escriben sobre ellas.

"Marcel Duchamp como Rrose Selavy", fotografía de Man Ray (Foto: AP)
"Marcel Duchamp como Rrose Selavy", fotografía de Man Ray (Foto: AP)

HEREDEROS E IMITADORES
Las consecuencias de tanto divertimento y desenfado serían los seguidores de Duchamp. Actualmente son hordas de artistas de performances, instalaciones y artefactos conceptuales, acogidos por ferias de arte, galerías comerciales y diversos museos de arte contemporáneo de Nueva York, Roma, París, Londres y otras grandes ciudades. Para sus detractores, tales artistas hacen un arte del vacío, y para quienes los celebran, destilan conceptos de enorme sentido en el mundo de hoy. Toneladas de estas obras, opinan los viejos o jóvenes artistas partidarios del arte moderno, irán a parar al basurero, aunque reconocen que unas pocas entrañan una fuerza política significativa que les podría garantizar vigencia. Militan en el arte contemporáneo, en primera fila, artistas venerables como Ai Weiwei, Doris Salcedo, Yayoi Kusama y Anish Kapoor. Y luego siguen los más discutibles, abocados más bien a la luz de los reflectores y al dinero que piden por sus obras, como Damien Hirst, Jeff Koons, Yoko Ono y otros.

Por último, con tanto arte contemporáneo en el candelero, ¿qué enseñan hoy en las escuelas de arte? ¿Ya no se aprende a dibujar o pintar? Sí, desde luego, aunque les importa menos. Los jóvenes alumnos están más interesados en las estrategias de posicionamiento de las obras, en las "ideas de impacto" y, ay, en el márketing.

Esto no lo previó Duchamp. O tal vez sí. Él pasó los últimos 10 años de su vida en una casita de Cadaqués, bella playa de la Costa Brava, donde invitaba a sus amigos para jugar al ajedrez. Emilio Rodríguez Larraín, artista peruano y amigo de Duchamp, me contó que allí lo asediaban a veces galeristas de Nueva York, a la caza de una obra reciente. Duchamp solía decirles que había dejado el arte. Pero un día uno de sus vecinos, aleccionado por un galerista, escuchó que estaban martillando en el patio de la casa de Duchamp y llamó por teléfono a Nueva York. Dos días después, el alertado galerista se apareció en Cadaqués y tocó ávidamente la puerta de Duchamp.

–Maestro –le dijo–, me informan que usted ha vuelto a trabajar.
–¿A trabajar? –se extrañó Duchamp–. No, nada de eso.
–Pero alguna gente escucha que usted hace ruidos en su casa.
–Ah, sí, pero es por otra cosa… Se me ha perdido la tapita de la bañera y, como encontré una pieza de metal, la estuve adaptando para hacer una nueva tapita.
–¿Ya está lista?
–Sí. Y funciona bien.
–Entonces se la compro, maestro.
–¿La tapita?
–Sí –dijo el galerista, nervioso–. Le ofrezco cinco mil dólares.
Duchamp se lo quedó mirando dos segundos. Y en ese tiempo pensó que no le vendría mal ese dinero, porque los precios de vivir en Cadaqués estaban subiendo.
–¡Trato hecho! –exclamó. Y enseguida entregó la tapita y cobró el dinero en efectivo.

Feliz y agradecido, el galerista se fue pronto por donde había venido. Más tarde, cuando llegó uno de sus amigos para jugar al ajedrez, Duchamp le contó lo que acababa de sucederle, quejándose de haber perdido otra vez la tapita.

–¡Hombre, hazte una más y asunto terminado! –dijo su amigo.
"Eso haré", pensó Duchamp. Y nunca supo nada de su última obra, "Tapita de bañera", ni en cuánto dinero la habría podido vender aquel galerista neoyorkino.

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