El solitario en su salsa
Siempre he admirado a los solitarios. Quizás porque uno de mis sueños fue vivir para siempre en un cuarto de hotel, o porque disfruto como nadie mis solitarias escapadas al cine un lunes en matiné.
El hecho es que siempre a lo lejos, desde la orilla de mi hermosa e inseparable familia, desde el cobijo de mis entrañables amigos o desde la dicha del cariño de la gente, en el fondo he mirado con cierta nostalgia la figura de aquel hombre que, en un gesto casi épico, decide instalarse en medio de la nada, siguiendo solo su instinto, haciéndole caso a su natural vocación por la soledad. Pues esa es la historia de don Clemente Luyo, un hombre que durante su vida hizo muchas cosas y vivió en muchos lugares, rodeado de muchas personas, pero que un día decidió instalarse en medio del desierto, en el kilómetro 346 de la Panamericana Norte, tan solo siguiendo los designios de los de su estirpe.
Fue allí donde poco a poco fue dando vida a La Balsa, un restaurante entre la ruta y el desierto que, tras varias décadas acumulando fama y leyenda, hoy es parada obligada de camioneros curtidos, ciclistas y motociclistas que cruzan el continente, de caminantes en busca de la luz, de vendedores de puerta en puerta y de predicadores de mil y un religiones. Paradojas de una vida que pareciera haberse encargado de ir avisando que La Balsa era el refugio autorizado de todos los solitarios del mundo.
En el camino, don Clemente descubrió que detrás de su pequeño refugio existía una hermosa caleta, La Gramita, en donde abundaban los pescados y mariscos. En el camino descubrió también que no había mejor forma de cocinar que comprando lo que extraían los pescadores de La Gramita cada mañana.
También en el camino se dio cuenta de aquello que hemos venido descubriendo a lo largo de toda esta ruta: que esas cabrillas, lapas, cangrejos, lenguados y pulpos que los pescadores extraían en una lucha diaria contra los caprichos del mar no han alcanzado para que los pescadores de La Gramita puedan escapar finalmente de una vida marcada por la adversidad.
Pero don Clemente también aprendió a cocinar y, junto a su esposa, fue creando platos que han ganado gran reputación entre quienes suelen cruzar la ruta. Ricos cebiches de lo que el mar ofrezca, una cabrilla entomatada a la que se le chupa hasta el último hueso, picantes de lapas hechos con un dominio de técnica difícil de igualar y unos panqueques acaramelados que en medio del desierto aparecen como un oasis de dulce extravagancia.
Estos son solo algunos ejemplos de lo que esta hermosa pareja hace cada día con el humor y la mirada típica del solitario, casi siempre como mirando al horizonte, como si estuviera esperando la llegada de algo o alguien que quién sabe si algún día llegará.
El hecho es que para todo quien ame la cocina hecha con sabiduría, generosidad y cierta melancolía, Las Balsas se convierte en una visita obligada. No solo porque sus platos son inolvidables. No solo porque al hacerlo estaremos apoyando al futuro de los pescadores de la caleta, sino porque tendrán el privilegio de conocer a un caballero de aquellos de la época en la que los caballeros llevaban escudo y espada. Un hombre que, buscando su soledad, al final, entre plato y plato, terminó rodeado de amigos que siempre vienen a visitarlo, pero que para su fortuna son amigos que vienen y van y vienen y van.