"Las cinco notas del ángel (Los sueños de un niño peruano)", "Mi amigo Harrison", "Arena", "Por las circunstancias" y "Los consejos"
Estimadas lectoras y lectores, continuamos con la difusión del talento literario con las siguientes creaciones enviadas por ustedes. ¡A disfrutas de estos nuevos cuentos!
Las cinco notas del ángel (Los sueños de un niño peruano)
Asistamos al drama de Nicolás, un abandonado niño limeño. Al oscurecer empieza su calvario. Aviva el recuerdo de una madre muy querida y un padre ebrio de violencia La calle le enseñó que esos recuerdos se calman con la bolsa asesina. La noche lo sorprenderá intoxicado sobre una calle polvorienta. En el sueño ve a su madre implorando a Dios. El Creador encara al niño y le dice:
“Tu nación es privilegiada; sus cordilleras esconden piedras valiosas; tienen el mar más rico; sus bosques inundan de aire al mundo. Con estos recursos deberían construir un buen futuro”.
Dios observa que el Perú es un campo de Agramante. Como ayuda postrera convoca un Ángel y le ordena recorrerlo con el niño, para identificar las causas de los problemas y señalar divinas recomendaciones.
Empieza el recorrido. Escuchan unos ciudadanos que lanzan preguntas: ¿Por qué tanta desventura si tenemos fe? ¿Por qué padecemos hambre si nuestra geografía es rica? ¿Nuestro mar está maldito porque enriquece avaros y no alimenta niños hambrientos?
El Ángel precisa otra insensatez. En la ciudad no llueve pero los ricos construyen moradas con techos para agua de lluvia. Tienen pasión por recintos ostentosos.
El testigo celestial escribe su Primera Nota:
“Privilegiar al pobre. Atender lo importante; desechar lo prescindible”.
Luego, en Ángel observa el “sistema de transporte” donde se pulveriza todo, incluyendo reglamentos y vidas. La Segunda Nota del Ángel reza:
“Con el reinado del acto punible, no castigado, la sociedad está perdida”
Visitan un pueblito que interpela al Alcalde. El insolente diálogo los confunde. Un poblador opina: todo es mentira; todo es informal y puro circo.
El Ángel escribe su Tercera Nota:
“No permitir, con las armas del acero y de la ley, el desorden, la ilegitimidad”.
En una escuela donde dormita un mal pagado maestro, el Ángel señala:
“La educación es una broma. El negocio educativo va en serio”.
El grupo decide terminar con una visita a oficinas del gobierno. El Ángel escribe su Quinta Nota:
“Límites al poder. Todo estará perdido si los ignaros copan gobiernos, acomodan leyes, compran funcionarios”.
Antes de terminar el sueño Dios comunica a Nicolás que deberá conducir su pueblo orientándose por las Notas del Ángel. Ya despierto, en un kiosco lee: “La tarea de salvar al Perú”. Recuerda las Notas del Ángel que coinciden con lo que lee. Impresionado, decide cambiar su vida, obrando con decencia.
Satán invade los pensamientos de Nicolás. Le recuerda que es malo. Asegura que la maldad es natural. Cita al Lazarillo de Tormes y la crueldad con los niños. Evoca al Quijote y su caballerosa locura. Menciona a Segismundo atormentado por su padre.
Nicolás se defiende. Recuerda que en Ica existe un pajarito llamado “Zapatito Trinador”. Siendo más pequeño lo conmocionó la dulzura del nombre. Otro pajarito iqueño, el “Vuelvepiedras” también lo encandiló por su afán incansable de revolver guijarros para comer.
Si supe apreciar esas virtudes no soy malo, concluía Nicolás.
Entra otra vez en profundo sueño. En él, Dios señala que el bien triunfará. Le precisa que el Lazarillo se convierte en ejemplo; que el Quijote recupera lucidez; que Segismundo perdona. . Para apaciguar sus temores, le ofrece ayuda. Dotará a Nicolás de la bondad de la Madre Teresa, el brazo del Cid Campeador, la inteligencia de Leonardo.
Despierta y lee en el diario: “Los Heraldos del Bien”. Se menciona a los titanes de la bondad y el conocimiento presentes en su sueño. El mensaje es claro. Dios ilumina este líder; la esperanza peruana permanecerá viva.
Julio Cesar Alba Bravo
DNI 08202097
Mi amigo Harrison
Un extraño halo gris envolvía la vida de mi amigo Harrison, una misteriosa nube oscura sobre su pequeña humanidad, que descubrí con el tiempo y quiero compartirla con ustedes.
Eran los primeros días del mes de Abril y como es costumbre en el Callao, esa mañana amaneció fría, cargada de una espesa neblina y a ratos una fina llovizna me recordaba la tibia cama, que en contra de mi voluntad acababa de dejar. Lo único divertido era el vapor que exhalaba al respirar mientras caminaba. Aquella mañana nos dirigíamos presurosos a nuestro centro de enseñanza primaria, pues Harrison y yo aún no cumplíamos ocho años de edad.
Eran los primeros días de un nuevo año escolar y nos atraía la idea de conocer nuevos amigos, a la nueva maestra y nuestra nueva aula, los pupitres, el pizarrón… sí, el pizarrón, para mí era como el campo de batalla, donde muchas veces salí victorioso y otras trague un amargo sabor por mi falta de conocimientos en alguna materia.
Para que ustedes tengan una idea, Harrison era un niño un poco menor que yo, de tez blanca, era muy blanco casi pálido, cabello rubio muy liso, mirada melancólica y de contextura delgada. Muchas veces se me acercaba con la intención de preguntarme sobre algo, pero luego desistía, a mí me quedaba la duda si él no sabía cómo plantear su pregunta o si mi respuesta, si acaso la sabia, lo iba a dejar con una mayor interrogante.
Días antes, la madre de Harrison me pidió que cuidara de su hijito, especialmente al cruzar las calles, según ella Harrison era un poco distraído. Ella era madre soltera y trabajaba en un puesto de comidas en el mercado, tenía que salir muy temprano a sus labores y llevar a Harrison al colegio era un contratiempo. Así que, sin proponérmelo, por aquella, época tuve que cuidar de mi amigo Harrison.
Volviendo al tema, ya dentro del plantel, observamos a un grupo de compañeros, corriendo detrás de algo que no alcanzábamos a ver, al acercarnos, vimos que era una ardilla que llevaba atada a una pata un pedazo de soga, pues el primero que pisase la cuerda tenía la oportunidad de lanzar por los aires al animalito y así seguir con tan animado juego.
Uno de los niños, poco mayor que nosotros, atrapo al animal, le dio unas vueltas sobre su cabeza y la lanzó tan alto que todos quedamos muy sorprendidos, especialmente mi amigo Harrison que con la boca abierta, veía como la ardilla descendía sobre él.
¡CORRE, HARRISON, CORRE!, le gritamos, pero era demasiado tarde, Harrison solo atino a cubrirse con ambas manos, la ardilla cayo justo sobre su cabeza y como impulsada por un rayo se metió dentro de la camisa, clavándole las uñas.
Aún recuerdo el grito que dio mi amigo Harrison, mientras gritaba emprendió una desenfrenada carrera, haciendo inútil nuestro esfuerzo por tratar de darle alcance. Como era de esperar el infortunio también tenía buena velocidad; la raíz de un árbol fue lo que detuvo a Harrison, no sin antes hacerlo volar varios metros.
!!QUÍTENME ESA RATA QUÍTENMELA!! Suplicaba Harrison mientras se revolcaba y contorsionaba en el patio… Recuerdo aun sorprendido, como los demás compañeros acudieron al llamado desesperado de Harrison. Armados de palos, ramas, bultos escolares y hasta zapatos en mano, le caían a golpes a la osada ardilla…aun escondida bajo las ropas de Harrison.
Este relato está basado en un hecho real, aunque ustedes no lo crean, pues es una de tantas peculiares historias de la que fue protagonista principal… mi amigo Harrison.
César A. Pozada S.
DNI.06456285
Arena
La carretera se extendía frente a ella, interminable, iluminada por la luna. Salir de la ciudad había sido una buena idea, aunque Matilde ya no recordaba la razón. Un ligero temblor recorrió su cuerpo como avisándole de algún peligro. Quizá no tenía importancia la razón. Se sentía feliz manejando, sintiendo el olor del mar y el ruido que éste hacía al golpear las piedras.
¿Realmente hubo arena en la playa alguna vez? Matilde recordaba los relatos de su abuela y el libro que le regaló antes de morir. Arena, sol y personas casi desnudas bañándose en el mar. Nadie lo hacía desde que las corrientes cambiaron y el mar se convirtió en una tumba para cualquiera que se adentrara en él.
Esta soledad le había devuelto su belleza al mar. De nuevo había vida en él, y la pesca se hacía desde naves especialmente preparadas para resistir las fuertes corrientes. Era el único alimento procesado por el gobierno ahora que los campos se habían secado; los animales habían muerto poco después. A veces Matilde se preguntaba si alguien aún comía pescado fresco.
Alguien venía atrás, tocando la bocina insistentemente. Un carro viejo con un conductor más viejo aún. Matilde lo dejó pasar, y solo entonces se dio cuenta de que ya había vivido esta escena antes, una y otra vez.
¿Qué estaba pasando?
Matilde cerró los ojos y los abrió asustada cuando un carro pasó junto a ella, muy rápido. El mismo carro, pero lo manejaba un hombre joven esta vez. Una mujer pasó después y le sonrió. Matilde pisó el acelerador. Se hacía de noche, pero la luna estaba más grande y brillante que nunca. Viró el timón hacia la derecha, entrando en el camino de tierra. El ruido del mar se hizo más fuerte.
La radio tocaba una canción pegajosa, algo tonta, pero Matilde sintió que le hablaba a ella, y se puso a cantar.
“Cuando el camino se acabe, no te olvides, recuerda…”
¿Recuerda qué?
El ruido del mar se hizo más fuerte, y Matilde cantó más fuerte aún hasta que su voz era lo único que podía escuchar. El mar parecía a punto de salirse y venir sobre ella, como en sus sueños, y Matilde tuvo miedo por primera vez. Quizá debería regresar a la ciudad. ¿Qué locura la había poseído para manejar sin rumbo? ¿Por qué había dejado todo atrás?
Pánico, horror ante lo que estaba viendo, muerte en nombre de una causa que ya nadie recordaba, sangre… Disparos sobre la multitud.
Matilde cerró los ojos otra vez, y la imagen desapareció. No quería recordar. No necesitaba recordar.
Una gaviota pasó volando muy cerca y Matilde casi suelta el timón por la sorpresa. Nunca había visto una fuera de las ilustraciones de los libros. Su abuela le había leído un libro sobre una gaviota que quiso ser diferente. ¿Era eso posible en este mundo? La gente vieja decía que los animales regresarían cuando la naturaleza despertara y recordara al hombre su lugar.
¿Es que éste era el momento? La gaviota, blanquísima, volaba ahora sobre el mar, y se le había unido una gaviota negra. La danza sobre el mar era muy bella. Quizá debería mirar el camino de nuevo…
Ruido de disparos en la calle, sangre…
Matilde detuvo el auto. Ahora recordaba por qué salió de la ciudad, y por qué en verdad nunca salió. Su cuerpo aún estaba tendido en esa plaza. Se quitó los zapatos, sonrió. Su vida empezaba de nuevo. Caminó por la playa, y solamente se detuvo cuando encontró a su perro jugando a perseguir a las gaviotas sobre la arena.
Cecilia Garavito Masalías
DNI: 25676204
Por las circunstancias
Señor Juez:
¿Cómo se puede condenar a alguien si no es libre ni responsable de sus actos? Es verdad que yo tuve el cuchillo firmemente empuñando en mi mano izquierda y que yo lo clave repetidas veces en el pecho de ella. Pero estando, como estamos todos, determinado por las circunstancias y el medio, es a la sociedad a quien habría que condenar por mi espantoso crimen. Podríamos decir que fue la sociedad la que puso el cuchillo en mis manos.
Ella, por cierto, pensaba lo contrario; le encantaba leer a un tal Sartre que decía que el hombre es totalmente libre y responsable de sus actos. Si yo fuera libre ¿hubiera elegido ser lo que soy? Le aseguro que no. ¿Quién lo querría? Esa es prueba suficiente de que el hombre (o al menos yo) no es libre. Ella siempre me hablaba de una “angustia existencial” producida por su ilusión de libertad. Partiendo de ello podemos decir que, de haberla matado, le hubiera hecho un gran favor acabando con esa “angustia” suya. Así es, dije acabar. Personalmente, no creo que exista lo que llaman “dios”. Si existiera yo hubiera conocido a mi padre y no hubiera crecido como producto de una violación con una madre que me odia porque, como ella misma dice, cada vez que me ve recuerda al desgraciado que la desvirgó. No condeno, sin embargo, a mi padre puesto que tampoco él es libre.
Y fue así, en medio de la tormenta de mi adolescencia, cuando la conocí. Su llegada al caserío había producido gran revuelo entre los jóvenes. No sabíamos a que había venido esa extranjera, lo único que sabíamos era que queríamos con ella, estábamos arrechos. Y de todos me eligió a mí, a ese chibolo retraído de quince años (ella tenía veintitrés) e iniciamos una relación que de la amistad paso a la cama. Al principio yo solo estaba con ella porque estaba buena pero llegue a quererla apasionadamente, gracias a ella aprendí todo lo que sé. Mi relación con la pedófila esa se mantuvo viento en popa por casi seis meses hasta que, hace algunas semanas, encontré su laptop prendida y me puse a leer sus archivos. Así me enteré de que había venido a mi barrio para hacer una investigación antropológica sobre “el desarrollo de la personalidad y sexualidad en jóvenes tercermundistas en situaciones de riesgo”. Ahí también contaba el asco que le daba tener relaciones sexuales conmigo y daba descripciones objetivas de variaciones de mi conducta a través de todo este tiempo. ¡Como si yo fuera un experimento suyo, acaso un perro de Pavlov! Esa hipocresía, ese tratamiento de objeto de su parte me encolerizaron tanto que tome el cuchillo y se lo clavé varias veces en el pecho. Ella gritaba aún más fuerte que cuando fingía orgasmos y me pedía que la perdone. Yo estaba fuera de mí y por matarla cuando pronuncio la frase que le salvo la vida “Estoy embarazada de un hijo tuyo”. En ese momento me detuve y me sentí un ser execrable, no por el daño contra la puta esa sino porque podría haber matado a mi hijo.
Ahora ella está en cuidados intensivos y yo estoy en esta celda pensando en que todo lo del hijo pudo haber sido una invención suya para salvarse, en ese caso yo sería un verdadero imbécil. Sin embargo, si es que fuera verdad, ese niño al que probablemente jamás podre conocer (y al que sin embargo quiero mucho) sería la prueba perfecta de que, como decía al principio, todos estamos determinados por las circunstancias.
Pablo Ferreyros Quiñones
DNI: 73255610
Los consejos
Ayer, durante esta fugaz visita a mi país, reconocí en la calle Las Palmeras a una joven estudiante a quien di clases en el instituto binacional Francés. En esos años ella asistía con uniforme escolar y tendría alrededor de 12 años. Ahora, llevaba en brazos a su pequeño hijo. Advertí entonces del largo tiempo transcurrido y que yo, Martha Segoviano de 44 años de mi edad (así debe decirse), aún no tengo esposo ni hijos.
Sentí una desconocida nostalgia (o el repentino deseo de no continuar siendo una mujer solitaria). Reparé, a continuación, que todas aquellas amigas que me convencieron de cancelar mi boda con José Pablo hace veinticuatro años porque “estaba muy joven para casarme” eran ahora amas de casa e incluso algunas se habían convertido en abuelas. Probablemente mi vida hubiera sido muy diferente si no hubiera emigrado a esa ciudad, tan diferente de mi amada – entonces odiada – Lima, tan sucia pero, a la vez, tan vigorosamente social. De haberme quedado, no me hubiera sumergido en el individualismo forzoso de otra cultura.
Me quedan solamente dos días para mi viaje de retorno y si hace minutos estaba abocada a las últimas compras antes del viaje; ahora aparecen ante mí una serie de imágenes que se alternan violentamente. Son escenas del desconsuelo de Juan Pablo cuando le dije que no estaba lista para casarme; de mis padres que aceptaron con un silencio seco y eterno mi decisión y, finalmente, aparecían los rostros reconfortados y satisfechos de mis amigas. Cuánto tiempo ha pasado y qué poco hay de mí de aquella persona.
Resuelta a variar la dirección de mi vida, hace dos minutos he cancelado mi vuelo y me he inscrito en una página web de corazones solitarios…me han prometido una cita con un desconocido (compatible con mi personalidad) en los próximo días.
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Ayer, después de cerrar un esperado contrato con una importante empresa logística, salí apresurado de la oficina para comprar un regalo de aniversario para mi esposa. Son ya veinte años juntos y he concluido que solamente gratitud puedo guardar para esa mujer que me ha acompañado en este iluminado camino. Hemos tenido muchos problemas, y Dios sabe cuánto ella ha hecho para que nuestra relación perdure. Por eso, este aniversario no lo celebro por seguir el protocolo social; lo hago porque es el resultado del esfuerzo de ambos: de nuestra convicción por ser felices juntos.
Por ello, sentí una sobrecogedora alegría cuando al llegar a casa había llenado con fotos nuestras las paredes de la sala. Una a una, y ordenadas en orden cronológico, aparecían las fotos de nuestra boda, el nacimiento de nuestros pequeños y los eventos más importante de nuestra familia. Parecía estar inmerso en la película de mi propia vida mientras el aroma de la comida complementaba el escenario de celebración. Probablemente mi vida hubiera sido muy diferente si, en vez, no hubiera hecho caso a mis amigos que me convencieron de acercarme y atreverme a hablarle a ella en aquella elegante convención.
Me queda concluir con algunos preparativos para la gran fiesta de aniversario de este sábado. He invitado a una gran cantidad de amigos y familiares y espero que todo quede bien organizado pues es la primera vez que me encargo solo de los preparativos para una fiesta sin la ayuda de mi mujer… ¡es una fiesta sorpresa para ella!
Acabo de comprarle un obsequio en la joyería de calle Las Palmeras y un hecho me ha distraído en mi camino a casa: creo haber visto a alguien por quien, hace mucho, lloré demasiadas noches.
Saúl Cieza
DNI: 10280314