Confesión
Por Charly Martínez Toledo
El primer bocado es fatal. Apenas empiezo a comer algo ya puedo sentir esa desagradable molestia anidándose en mis entrañas y de la cual no puedo escapar. No importa cuántos esfuerzos haga, cuántas órdenes le dicte a mis neuronas para evitar sugestionarme y mi estómago no acelere con furia su proceso digestivo. Parece incoherente, pero hasta allí todo va “bien”.
Vamos, aún puedo hacer la lucha. Tranquilo. Todo está en mí. Pero cuando ya he culminado el plato de sopa (que nunca debe de estar con leche o aderezos picantes) la molestia va en aumento, empezándose a formar en mi estómago esa masa asquerosa y putrefacta que patea, librándose una terrible lucha en mi psique, como si allí habitara un demonio malvado que me hiciera fluctuar entre el placer y el dolor, entre un estómago agradecido por haber recibido alimentos y uno iracundo, listo para quedarse vacío. Sí, preferible así, limpio. Así pienso mejor. En lo concerniente al almuerzo, este ya se fue al diablo. ¿Psicológico? No, honestamente no creo que sea algo mental, tampoco creo en los galenos del otro día con sus prescripciones de ansiolíticos y demás cojudeces. Lo mío es palpable, orgánico. Si no, ¿de dónde vienen los eructos, retortijones y demás síntomas propios de una digestión terriblemente pesada o, peor aún, de una diarrea? Durante las mañanas mi recinto obligatorio –y, desde hace mucho, favorito- es el baño, debido a que allí, durante ciento veinte minutos casi exactos (o algo más) mis intestinos van expulsando toda esa podredumbre que los endurece; en la tarde, tras el almuerzo, otros tantos sesenta minutos y, por fin, quedo “limpio”; claro, quedo aliviado hasta donde yo entiendo, pues las molestias –aquellas ganas fregadas de defecar- me persiguen todo el tiempo, incluso hasta cuando oscurece, momentos en los cuales me voy contra mi madre y mi hermana –mi estómago latiendo furiosamente – recriminándoles soezmente mi poca valía intelectual, porqué no soy como Cervantes, y ellas llorando y temblorosas solo atinan a responderme que ya vendrán tiempos mejores, toma los ansiolíticos y duérmete, ya por favor no tires las cosas, nos puedes hacer daño, mañana tu estómago estará mejor; en esos momentos yo me siento el mayor imbécil del mundo, cuándo las amarás como se lo merecen, estúpido, energúmeno.
Porque les diré que soy escritor y todavía ando en la búsqueda desesperada por conseguir una férrea disciplina, escribir bodoques estilo Tomas Mann (otro triste estreñido) o estudios como los de Ortega y Gasset, con todo y mis tripas fregándome, impidiéndome pensar bien. Esto último me aterra pues padezco del terrible miedo que es quedar en el olvido, y seré olvidado si sigo con esta obsesión. Solo me tiene en pie haber logrado cierto prestigio en las letras nacionales.
En cuanto a amistades, las pocas que tengo me estiman muchísimo, me elevan el ánimo. Pero todo esto no es suficiente. Nunca será suficiente. Está claro. Con este problema no podré siquiera asomarme al intelecto de Mann y perderé la lucha contra el olvido, me sepultará la mole del tiempo. Pero insisto: Hay algo que me patea por dentro y, por favor, no estoy loco. Le haré caso omiso a quienes me obligan a tomar los calmantes para supuestamente dejar de escuchar esas voces que vuelan por mi habitación como ahora, que estoy recostado. Solo me queda dormir, mañana será otro día, ya no insultaré más a mi madre y a mi hermana, esos ángeles que, luego de que yo salgo del baño, ven el inodoro casi vacío. Haz estado sentado ahí por las puras, me dicen después, mirándose preocupadas, casi desesperadas diría yo.