Increíble, histórica, inédita, espectacular, apabullante, escandalosa… Decenas de calificativos más podrían agregarse con el salero a la monumental goleada de 8 a 2 que el Bayern Munich le propinó al Barcelona en cuartos de final de la Copa de Europa y de la que hemos sido contemporáneos. Así como fuimos testigos del 7-1 de Alemania a Brasil, también nos tocó esta. Afortunados, no nos lo cuentan los libros. Con aquello de Brasil creíamos haber visto todo, pero no. El fútbol mundial asistió perplejo. Es completamente anormal un arrasamiento de tal magnitud entre equipos grandes, de alcurnia. Apenas se recuerda ese 7 a 1 y el 6 a 3 de la Hungría de Puskas a Inglaterra (en Wembley) en 1953. La frase “pudieron ser diez ó doce goles” no es apenas un clisé sino real. Fue una masacre futbolística que se evocará por décadas.
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¡Menos mal que era a partido único...! Caso contrario quizás le hacía dieciséis. Porque en tal desnivel de capacidades no es relevante la localía sino el funcionamiento espectacular del Bayern frente a la decrepitud del Barza. Es el club mejor gestionado de Europa noqueando a una formación envejecida y aniquilada por su propia directiva con fichajes salvajes, ultramillonarios y ruinosos y con técnicos que no están a la altura de semejante responsabilidad. Son diez años de un directorio que viene tomando una decisión desatinada tras otra. Entonces pasó lo del Titanic, cuando una sucesión de errores no forzados provocó la mayor tragedia de la navegación humana. Ya en el partido anterior, ante el Napoli, el Barcelona había logrado juntar once titulares y tres chicos del filial para suplentes: Riqui Puig, Ansu Fati y Araujo. Un club que presumía de facturar más de mil millones de euros de ingresos anuales casi no tenía jugadores para presentarse. Y el viernes se dio, rigurosa e inexorable, la ley de Murphy: chocó de frente con una locomotora que llegaba en estado de gracia, física, anímica, táctica e institucionalmente. Fue un caso de lógica al ciento por ciento: el Bayern lo aplastó y le infligió la mayor humillación que recuerde un club de este porte. Hoy, son antípodas en cuanto a gobernanza: brillante y criteriosa una, calamitosa la otra.
El árbitro esloveno Damir Skomina tuvo piedad: dio apenas 2 minutos de tiempo añadido cuando lo normal son 5 ó 6. El cuerpo del Barcelona, todo agujereado, no tenía por dónde recibir más balas. El primer gol del Bayern fue a los 3 minutos y 4 segundos. El octavo, a los 88 y 13. Entre uno y otro desató un infierno y no se tomó un mínimo respiro, fue todo presión alta, presión, presión, velocidad, toques, movilidad, desmarques, desbordes, centros, paredes, goles… Un espectáculo sensacional. Los hinchas que viven aferrados al fútbol de hace cuarenta, cincuenta, sesenta años, cuando se jugaba al trotecito y sin marcas, ¿qué dirán cuando ven esto…? ¿Siguen pensando que aquello era muy superior…? Esto del Bayern fue un adelanto de la película del futuro: hacia eso va el juego, intensidad total. “Sí, hoy es más rápido, un fútbol más físico, pero antes era más artístico…”, opinan muchos. ¿En serio…? “El Bayern gana en Alemania porque no tiene rivales”, afirman otros. ¿De verdad…? Dato al pasar: tres de los cuatro técnicos de las semifinales son alemanes: Flick, Tuchel y Nagelsmann. Ojo ahí…
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Desde su debut el 9 de noviembre pasado -nueve meses- Hansi Flick ha dirigido al cuadro rojo en 34 partidos, con 31 victorias, 1 empate y sólo dos derrotas, 112 goles a favor (¡a 3,29 de promedio propio por juego…!). El planeta fútbol está descubriendo a un entrenador colosal, y no sólo por los números, hemos visto una máquina de jugar. Y todo hacia adelante, nada de pasarla para atrás. “Hay que dormir el juego”, se decía antiguamente en Sudamérica cuando se enfrentaba a europeos rápidos y atléticos. ¿Cómo se le duerme el juego a este Bayern…? Si presionaban hasta a Ter Stegen cuando sus compañeros, agobiados, se la pasaban una y otra vez.
Cada jugador azulgrana que intentaba parar un balón era acosado, casi asaltado por un rival y le quedaban dos caminos: tirarla desesperadamente a su arquero o perderla y exponerse a otro ataque a fondo de ese feroz ejército bávaro. Los dos laterales -Kimmich y Alfonso Davies- eran dos aviones por los extremos. Indetenibles. A los dos los contrató el Bayern por precios superaccesibles; el más caro fue Davies, llegado del Vancouver Whitecaps canadiense por 10 millones. Kimmich 7 millones (lo que gasta el Barza en fichar un aguatero). Nada de locuras, buen ojo para buscar, prudencia al negociar y luego trabajo.
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Sólo en tres contrataciones fallidas el Barcelona dilapidó 500 millones de euros: Coutinho, Dembelé y Griezmann. En el momento de jugarse la cabeza en la Champions, ninguno estaba en el once titular. No les daba. Así son todas sus decisiones desde hace una década. Como si fuera una obra maestra del burlesque, el jugador que el Barcelona compró en 160 millones y lo dio a préstamo para quitárselo de encima (Coutinho) termina eliminándolo y haciéndole dos goles en los 17 minutos que jugó.
“¿Y Messi…?”, preguntó algún despistado. Messi es el artífice de haber llegado hasta ahí, no el culpable de este bochorno. Ni cinco Messis arreglaban eso. Ni Superman vistiendo de azulgrana. Era una aplanadora ultramotivada y entrenada frente a once voluntades que hacían lo que saliera. Conjunto versus individualidad, plan contra improvisación. Y si el cuadro muniqués ya era favorito al título antes de comenzar esta final a 8, ahora directamente sembró el pánico en sus adversarios. “Si estaba Maradona hubiese arengado a sus compañeros…” Si estaba Maradona quizás ni tocaba la pelota. No fue un tema individual.
Estarán, por supuesto, aquellos que centrarán sus críticas en Quique Setién, ese buen hombre que ahora cobrará una suculenta indemnización y se retirará a criar vacas en su campo. Setién en verdad es un bombero ocasional, una parte infinitesimal de esta catástrofe deportiva de uno de los clubes más grandes del mundo, y el de mayores salarios. La junta que gobierna desde hace diez años es la razón de la pauperización del equipo, peor, de esto que es el final de una era. Lo dijo Piqué, y no hay dobles lecturas: “Ha sido horrible, una sensación nefasta, vergüenza es la palabra. No se puede ir por Europa así, no es la primera ni la segunda vez. Es muy duro, espero que sirva de algo. El club necesita cambios y no hablo ni del entrenador ni de los jugadores”.
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Hay olor a funeral en Cataluña. Terminó una era gloriosa y ahora, con el alma apaleada por esta vejación, el hincha culé piensa otra cosa: al presidente Bartomeu le queda encima un año de mandato. O sea, todo puede ir peor. Los hinchas piensan que Bartomeu ya superó largamente a Martí Carreto, a quien se responsabiliza de tener contratado a Di Stéfano y permitir que se marchara al Madrid.
Real Madrid, Barcelona y Atlético de Madrid, los tres tiburones blancos eliminados. El primero, perdiendo los dos partidos ante el City; el segundo, abochornado como nunca en sus 121 años de vida; el tercero, apeado sin siquiera exhibir rebeldía por el modesto Leipzig. El fútbol español está en crisis. Y puede que empeore. El festival de fichajes sin sentido con gruesísimas comisiones en el medio le está pasando facturas. Pero esta del 8 a 2 es ilevantable. ¿Quién la paga…?
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