Cuando Fito Páez empezó a entonar ese himno que todos los futboleros hemos adoptado como nuestro –“Dale alegría, alegría a mi corazón”–, un hilillo de lágrimas empezó a abrirse paso. No fue algo inusitado. Ya cuando la silueta del Monumental empezaba a divisarse desde el óvalo Huarochirí, no había manera de contener la emoción.
Que un estadio peruano, el estadio de Universitario, fuera sede de la primera final única de la Copa Libertadores parecía un lejano sueño. Pero estaba ahí. Era hermosamente real. La organización, salvo uno que otro detalle, estuvo a la altura de la exigencia. Así, en muy poco tiempo, Lima mostró al mundo que es capaz de organizar eventos de gran magnitud, como ocurrió con los Juegos Panamericanos y Parapanamericanos.
Lástima que nuestra organización futbolística no muestre la misma eficiencia y el hincha local deba consumir espectáculos de pobre nivel, ofrecidos por clubes precarios manejados por directivos mediocres y sin aspiraciones. Solo dos clubes peruanos han llegado a la instancia definitiva de la Libertadores desde 1960. Es más fácil que Lima vuelva a ser escenario de una final (como la vivida el sábado) a que veamos un equipo peruano disputarla. Por ahora, esa es nuestra realidad.