Lionel Messi en 2004. FOTO: Getty Images.
Lionel Messi en 2004. FOTO: Getty Images.
Jorge Barraza

Faltaban 8 minutos más el descuento en el Estadio Olímpico de Montjuïc. El FC Barcelona vencía al Espanyol 1-0 en el derby de Cataluña y el cuarto árbitro, desde el costado, marcó cambio: sale Deco, entra el número 30, , un chico de 17 años. Fue el 16 de octubre de 2004. Ese día, sin que nadie lo supiera, un genio hacía su estreno en el fútbol profesional. El tiempo iba borrando la fecha, luego la leyenda de Leo la convirtió en efeméride. Pasaron dieciocho años. ¿Cómo imaginar que esa menudencia de 55 kilos y 1,69 nos regalaría miles de gambetas, túneles, pases-gol, controles sublimes, amagues y enganches deliciosos, arranques fulminantes siempre en línea recta al arco, internándose por estrechos pasadizos, entreviendo pases puerta a puerta para compañeros agradecidos…? ¿Cómo aventurar que estaríamos frente al rey del uno contra uno…? Goles a los ángulos, de derecha, de cabeza, pinchándosela al arquero, eludiéndolos, de emboquillada, de tiro libre… Claro, tantas capacidades juntas posibilitaron decenas de títulos y goles, pero ese es el costado prosaico de su obra, el poético es el otro, el juego. Su fútbol razonado, aún a toda velocidad, pleno de sabiduría. En su relación con la pelota es el as de oro, mata la carta que venga.

Leo no es un jugador, son cuatro dentro de ese breve envase: la seriedad competitiva de Alfredo Di Stéfano, el sentido del gol de Pelé, la habilidad extrema de Maradona y la inteligencia superior de Bochini.

Dieciocho años después de aquel cambio por Deco, atraviesa un momento fantástico, acaso el mejor de su carrera en cuanto a visión periférica, construcción de juego, generación de situaciones de gol, asistencias, creación de maniobras de ataque que desnivelen las pobladas defensas. Hace unos días, una estadística de Opta reflejaba que es el jugador más peligroso de las cinco grandes ligas europeas midiendo remates al arco y jugadas de gol creadas. Jamás un futbolista mantuvo tan alto nivel de excelencia durante dieciocho años. “El tiempo debería hacer una excepción con Messi”, tuiteó Diego Latorre. ¿El secreto de su extraordinaria vigencia…? Ama jugar a la pelota, entrenar haciendo el rondo y pateando tiros al arco, pasar horas en el vestuario, concentrar con sus compañeros. Y en la vuelta a casa, mensajearse con otros futbolistas, ver partidos por televisión, ensayar tiros libres y jugar con sus hijos en la canchita del fondo. Ama el fútbol. Y eso hace la diferencia.

Su último gol, al Benfica por Champions hace once días, podría ser el mejor de la carrera de cualquier futbolista, incluidos los grandes, en Messi es uno más, reluciente, pero una perla más en el fondo de su mar de tesoros inagotables. Y son 781 goles. ¡Setecientos ochenta y uno sin ser delantero neto…! Ahí mueren todas las discusiones. Incluso puede que sume algunas docenas más. Esta actividad nunca había asistido a tal dualidad: que el artista del pase-gol sea además una máquina de gol.

“Soy Ronaldista y Messi no es mi ídolo, me parece un jugador frío -analiza Ricardo Montoya, periodista peruano, además de psicólogo y profesor de literatura-, pero indudablemente es el mejor de la historia, su nivel de perfección técnica es increíble, nunca vi nada igual. Tiene todo: gol, definición, pase, gambeta, maneja los dos perfiles, tiene pelota parada. No ha habido un jugador así. Si alguien prefiere a Pelé o Maradona está bien también, pero este es el mejor”. En cambio, Ricardo Vasconcellos, brillante opinador, editor de Deportes de El Universo, es resueltamente más enfático: “Messi no jugó solo 7 partidos en un nivel excepcional (México ‘86), sino 700. Para mí es el mejor que vi y, cuando se retire, el fútbol volverá a ser común y corriente”. Cierto, todo lo ha dado en copiosas cantidades, triunfos, bellezas, genialidades.

Hay una partida de póker, juegan Di Stéfano, Pelé, Maradona y Messi. Los demás, en otras mesas. En ese escenario, Leo saca una cabeza. Los técnicos y jugadores -en ese orden-, las personas que más saben lo que se puede hacer o no dentro de un campo de juego, por amplísima mayoría, coronan a Leo como el uno de la historia.

“Pero no fue campeón del mundo”, objetan sus muchos ateos (cada vez menos). Nadie es campeón sólo, el fútbol es un juego de once. Se necesita un excelente entrenador y grandes compañeros. Y que todos estén en forma durante el mes mundialista. Si el fútbol fuera un deporte individual, como el tenis, Messi jugaría mil partidos y ganaría los mil. ¿Brasil fue campeón por Pelé en 1970…? ¿O por su constelación de monstruos…? La delantera formaba con Jairzinho, Gerson, Tostão, Pelé y Rivelino. Bien, si sacamos a Pelé y ponemos a Messi en ese quinteto, ¿no sale campeón…? No sólo sale, tal vez gane 10 a 0 todos los partidos. La hazaña de Leo es superior a eso: haber sido subcampeón con compañeros tan terrenales como Chiquito Romero, Zabaleta, Campagnaro, Garay, Rojo, Biglia, Enzo Pérez, Lavezzi, Higuaín, Palacio, Augusto Fernández, correctos elementos que acariciaron la gloria eterna por compartir con el 10.

Tampoco es que quedó virgen con la celeste y blanca: fue campeón mundial juvenil siendo el goleador y la estrella del torneo; campeón olímpico, de América, marcó 90 goles, más que ningún otro futbolista sudamericano.

El fútbol es juego, pasión, entretenimiento e industria. Reina sobre los demás deportes por el grado de dificultad: es el único que se juega con los pies. Y el fútbol de este tiempo supera largamente al de hace cincuenta o sesenta años por la misma razón: su nivel de obstáculo. Hoy es infinitamente más complicado lograr proezas por la velocidad, la presión, la intensidad, porque se defiende con once, hay menos espacios y se enfrenta a atletas de alta competencia. Antes el marcador más cercano estaba a cinco metros, hoy a veinte centímetros. En esta época escribió Messi su leyenda. Eso explica su primer puesto en casi todos los ránkings.

Messi hoy, en PSG.
Messi hoy, en PSG.

“Anda bien, pero en Francia…”, detractan los soldados del ya diezmado ejército de contras. La francesa es una liga africana con clubes galos. La potencia física imperante allí es atemorizante. Hay otras con mejores equipos (Inglaterra, España, Alemania, Italia), pero no es una liga de granjeros. Francia es el medio que más cantidad de figuras genera desde hace treinta años: Zidane, Henry, Thuram, Desailly, Cantona, Blanc, Pires, Vieira, Ribery, Benzema, Mbappé, Kanté... Ningún granjero.

Más allá del rectángulo está el deportista intachable, el ídolo manso, el personaje tímido y silencioso que acrecienta su leyenda. El que hace un mes enloqueció a Estados Unidos. “Nunca se vio una euforia igual con un futbolista en este país”, dice Luis Sánchez, peruano, columnista del Miami Herald. “Es un mago, el Harry Potter del fútbol. Cuando deje de jugar, tiraré el televisor”, exagera Christian Vieri. Y ya está rumbo a los 36…

Hace mucho tiempo escribimos: , estamos viendo la historia del fútbol. La hemos visto. Tuvimos la suerte de ser sus contemporáneos. Y dieciocho años para disfrutarlo. Ahora, todo lo que quede es propina.

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