Periodistas de El Comercio vivieron así los goles de Maradona

Miguel Villegas

Sillones azul eléctrico, paredes celestes, y una vieja camiseta blanca de su equipo de fútbol en el BAP La Pedrera: así recuerdo a mi viejo en el sala de la casa viendo el Argentina-Inglaterra de 1986. No sé si es una coincidencia, pero siempre pienso que es así: con Perú fuera del Mundial de México, era inevitable tener simpatía por Argentina y por Maradona. Mi viejo, al menos, decía: "Ese Diego es como nosotros, míralo y te vas a dar cuenta". "Como nosotros", pienso ahora, se refería a petiso y cabecita negra. No tengo una imagen clara del gol del siglo en ese momento, ni de una polémica por la Mano de Dios. Solo recuerdo a mi viejo en la mesa hablando del partido, con su taza favorita, esperando la cena y guiñándome el ojo, como si fuéramos cómplices de un momento histórico. Cada vez que hablamos de eso, ahora con mi hijo, volvemos a ver el video en YouTube. Pero no aparece Maradona o el Negro Enrique. Y yo solo lo veo a él, feliz.

Guillermo Oshiro

No necesité del mágico relato de Víctor Hugo y su barrilete cósmico para quedar eternamente impregnado por una jugada que marcó mi vida. Jamás vi algo parecido. Recuerdo hasta la escena en cámara lenta, observando a cada inglés quedar sembrado como poste hasta el puntillazo final. Quizá fueron los diez segundos más sublimes que me regaló el fútbol. Por eso, para mí Maradona es único. No habrá otro como Diego. Llamarlo gol del siglo le queda corto. Es el gol eterno.

David Hidalgo Jiménez

Iba a cumplir 14 años. Era domingo y toda mi familia estaba aquella tarde en la sala frente al televisor Quintrix de National, "¡Lo mejor a todo color!". Mi perro Dandy ladraba estresado. Y es que no parábamos de discutir casi a los gritos si el primer gol de Maradona fue con la mano o con la cabeza. Era una época escasa de tecnología, con solo tres repeticiones lejanas, y con esa "R" amarilla oscilante de 'Replay' en una esquina de la tele de la que hoy se ríe mi hija Fabiana. Pero a los pocos minutos el chato pelucón con la '10' de Argentina comenzó a correr con la pelota. Ya había dejado en el camino a tres, pero cuando se llevó al inglés que estaba al borde del área (Butcher), hubo silencio: "Gol, gol, gol", comencé a repetir como autómata, incrédulo ante lo que se podía venir. Y Maradona se llevó al arquero Shilton y la pelota entró: estallamos como si fuese un gol peruano: mi vieja, mi abuelo, mi hermano Cucho, mi tío Martín, el perro, todos. Hasta mi abuela Laura salió de la cocina. Ni bien terminó el partido agarré mi pelota y en mi barrio queríamos ser Diego Armando Maradona. Durante semanas intentamos el gol del siglo en el parque Argentina de la Arboleda de Maranga. Nunca pudimos.   

Elkin Sotelo

Se trató de una reacción propia de tipos como Maradona, rebeldes. Recuerdo que Inglaterra había salido a jugar el segundo tiempo con otra decisión y Argentina, peligrosamente, había cedido metros. Pero la carrera de Maradona dejó paralizada a la multitud, al planeta, y en consecuencia a los ingleses que no lo fueron a detener con el rigor que ameritaba un genio como el 10. En lo personal me fui parando del asiento y cuando pisó el área de Shilton, -a mis 10 años de edad-, sabía que estaba ante un acto deportivo sobrenatural llamado el gol de todos los tiempos.

Mario Fernández

Todo lo hizo con la zurda. Era ‘10’ este prodigioso jugador llamado Diego Armando Maradona que esa tarde no solo hizo vibrar a los argentinos sino a todo el globo terráqueo, redondo como la pelota que quitó en su propio campo y la terminó alojando en el arco inglés. Han pasado 30 años y sigo aún sin explicarme cómo un jugador maceta, de un metro 65 de estatura, lleno de habilidades e inteligencia sin igual, pudo superar a marcadores ingleses mucho más altos que él. Pese a las tres décadas pasadas allí están aún esas frescas imágenes como para decir que acciones tan bellas como estas no deben olvidarse nunca. Uno no se cansa de mirarlas, casi como cuando uno ve embelesado la eterna sonrisa de la Gioconda de Leonardo de Vinci en el Museo de Louvre.

Pedro Ortiz

No recuerdo con exactitud dónde lo vi. Por esos días las clases de Mate I en la universidad provocaban cataclismos en mi cerebro, de los que solo escapaba para discutir a quienes consideraban al presidente de ese entonces lo más cercano a un dios vivo o para hablar de fútbol, de ese Mundial del cual Gareca nos arranchó los boletos. El golazo de Maradona es único y extraordinario, no solo porque hizo realidad el sueño perfecto de todos los futboleros, sean rusos, peruanos o "jóvenes, independientes y gorditos", parafraseando al presidente electo, sino porque trascendió las fronteras deportivas. Fue mucho más que una proeza física, fue también un generoso derroche de talento, picardía, belleza, plasticidad. Poesía pura. Y fue también un aporte a la lengua castellana: apareció el adjetivo maradoniano, ese que solo sirve para calificar a lo excepcional, asombroso, único. Lo maradoniano, pues.

Francisco Sanz

En esto del fútbol, de chiquillo uno no calibra necesariamente la grandiosidad de lo que está viendo y la memoria a veces se queda con minucias. Tenía 14 años cuando el Mundial de México 86 y lo que más nítidamente recuerdo era salir corriendo del colegio rumbo al paradero, tomar la 59 que me llevaba hasta Surco y llegar a casa angustiado para ver los partidos ya comenzados mientras almorzaba. Así fue el Argentina vs Corea del Sur, por ejemplo. El duelo con los ingleses fue en domingo, así que no me acuerdo tanto del contexto, sí de los goles. Claro que el segundo me pareció una jugadaza, pero tengo mucho más vívida la manazo del primer gol. Con el tiempo, y viendo tantísimas repeticiones, he aprendido a poner en su justa medida el gol más glorioso de los Mundiales. ¡Reivindicación al Diego, el más grande!

Mario Cortijo

El uno a cero no era suficiente y menos si la duda de “la mano de Dios” enturbiaba lo que quería que fuera una victoria contundente. En eso apareció la magia del diez, del zurdo, del mejor. La pisadita con media vuelta y verlo avanzar encarando me puso de pie. Ver dos camisetas azules acompañarlo y otras tantas blancas que lo querían parar hizo que le gritara a más de 4 mil kilómetros de distancia “pásala, pásala, pásala”. Nunca me hizo caso y el grito cambió por el de ¡Golazo! ¡Golazo! ¡Golazo! No me acuerdo a quién abracé ni cuánto tiempo más me la pasé gritando. Sí me acuerdo del aseptil rojo y las pastillas Vick para el dolor de garganta del día siguiente.

Ronny Isla

La casa estaba repleta de primos y tíos. Nuestras miradas expectantes y fijas frente al televisor. Todos, sin excepción, cogíamos con una mano un plato de comida a medio devorar y con la otra un tenedor o una cuchara, según el caso. Minuto 58 de juego, cuatro minutos después del gol con la mano, Maradona toma el balón e inicia un recorrido imparable hacia la portería de Shilton. La pelota cruza la línea de meta y en casa los platos salen volando por los aires en medio de gritos de incredulidad y agitación. “Goool”, “Golazo”, “Maradona”, gritan mi padre, sus hermanos y mis primos. Uno que otro llanto se intentó ocultar. Habíamos visto magia en vivo, en directo y a color. ¡Cuánta emoción!

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