Entro a un bar donde pasan la final de la Champions, pero el televisor no tiene volumen. A falta de una narración desde el estadio de Wembley, las voces del ambiente cobran protagonismo. Delante de mí hay un muchachón de unos cuarenta años que luce una camiseta noventera del Real Madrid con el número cuatro en la espalda y un viejo apellido emblemático, Hierro. Cuando el Borussia Dortmund ataca masivamente, el tipo coge el crucifijo que cuelga de su cuello y extrae de un bolsillo de su pantalón un inhalador para el asma. La fe y la enfermedad a veces se confunden.
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A los quince minutos del primer tiempo, la tensión del bar puede palparse. Las cervezas se beben de prisa, los comentarios son lacónicos. Sin dominar, el Dortmund ha tenido las mejores ocasiones de gol. El Madrid es favorito en las apuestas, pero no muestra esa superioridad en la cancha. A los veintitrés minutos, el equipo alemán estrella un balón en el parante y un parroquiano, incapaz de sufrimiento, paga su cuenta y se retira renegando: «¡me voy a mi puta casa, esto es insoportable, que les den por culo a los del Madrid!». A los treinta minutos, otro avance del Borussia casi termina en la red. El muchacho con la camiseta de Hierro besa el crucifijo, dispara el inhalador y grita: «¡no me toquen los cojones, joder!»
El entretiempo relaja la tensión en el local. Las copas y raciones circulan en la barra a gran velocidad. Los clientes hablan de cualquier cosa menos de fútbol. Unos comentan el concierto de Tylor Swift en el Bernabéu; otros dan cuenta de sus comprar en la recién inaugurada Feria del Libro; un grupo especula con el futuro político de Donald Trump; y unos pocos se ofuscan debatiendo la Ley de amnistía recién aprobada en España.
Con el inicio del segundo tiempo, la gente de reanima. Ahora el Madrid juega mejor, ataca con más claridad, muestra finalmente los colmillos. Llega el cabezazo de Dani Carvajal para el 1-0 y la ciudad estalla. Los alaridos del exterior penetran en el bar y la euforia se desata. El cuarentón de la camiseta de Hierro ya no sabe si besar el inhalador o aspirar el crucifijo. El Borussia empieza a pagar caro las oportunidades desperdiciadas en la primera parte y pierde la pelota con facilidad.
De pronto se nota que el cuadro español tiene diecisiete finales de Champions a cuestas y su rival apenas dos. Una equivocación imperdonable del Dortmund deriva en el gol de Vinicius. Es el 2-0 y el bar se pone de cabeza. El dueño empieza a regalar copas, los desconocidos se abrazan con inusitado cariño, alguien infla un preservativo que salta de un extremo a otro. Es 1 de junio pero parece 1 de enero. El pitazo del árbitro suena y tres fanáticos improvisan los cánticos del Real: el «cómo no te voy a querer», el «Himno de la décima», el «Alé, alé». Ya da lo mismo que el televisor carezca de volumen. El Real se ha llevado la Champions otra vez: una vieja costumbre que los madridistas celebran con el furor de una novedad.
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