Cuesta dilucidar qué resulta más indignante, si la enésima indisciplina cometida por Christian Cueva o sus balbuceantes intentos de disculpas, tan creíbles como las excusas de un congresista (y eso que los viajeros a China han puesto la valla bien alta).
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La biografía del Cholo, cómo le dicen sus amigos, está repleta de faltas, escandaletes y decenas de rostros de arrepentimiento como los que ensaya Bart Simpson después de una travesura. Para lavar sus culpas se escuda en la incomprensión del hincha o en que el periodismo no investiga. Afirma que está recibiendo ayuda y que los futbolistas cargan una pesada “mochila” difícil de entender por el común de los mortales.
Pues lo único que no entendemos, querido Christian, es cómo como un futbolista tocado por el privilegio, dueño de un talento único, acaso uno de los mejores números 10 que ha tenido el balompié de nuestro país, sea también un aplicado fabricante de oportunidades perdidas, el Terminator de sus propios éxitos, el estereotipo del antihéroe que la literatura y el cine ha pintado tantas veces con el mismo sino autodestructor.
Recuerdo las muchas veces que los periodistas hemos relatado entre risas alguna de las tantas anécdotas que colorean tu biografía, como cuando te escapaste de la concentración en la Universidad San Martín para participar en una pichanga donde al ganador se le premiaba con una vaca. También, por supuesto, las muchas veces en que sepultaste cualquier crítica o disidencia con una de esas gambetas cortas que ponen de pie a la tribuna o esos servicios filtrados, al espacio, que tanto te agradeció Lapadula o que el Orejas transformó en el inolvidable Barranquillazo de la eliminatoria anterior.
No me olvido, querido Christian, de que la vuelta a la élite 36 años después surgió de esos tres deditos mágicos que se esconden en tu botín derecho. Que esa noche irrepetible del Nacional, cuando los neozelandeses enloquecían mirando la bola de un lado a otro, la llave de la clasificación salió de tus pies con un servicio soberbio al que Jeffry le dio velocidad de misil para abrir el camino al éxtasis.
Tampoco de cómo te atacaron injustamente la tarde triste de Saransk, cuando el infortunio se puso en tu camino y el penal que nos debió haber dado la ventaja sobre Dinamarca se marchó en busca de las nubes, porque el fútbol así como alegra también desinfla orgullos y maltrata corazones.
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Es ese mismo fútbol, seguramente, el que te dará ocasión otra vez para redimirte. Y muchos de los que hoy te reprueban, que riman groserías con tu apellido, volverán a aplaudirte y dirán “así es Cuevita”, nuestro Cuevita porque, entiéndanlo, “es lo que hay”.
Pero ya me cansé. No solo de esta retahíla de disculpas sin fin que nos regalas cada ciertos meses, sino de este facilismo infantil con que ves la vida, de esa suma de irresponsabilidades de las que está hecha tu carrera. Estoy harto de sentirme víctima de esta enésima maniobra extorsiva -¿recuerdan a los ‘galácticos’?- porque ante la ausencia de calidad, los jugadores de tu clase saben que difícilmente un entrenador, un técnico, un club, prescindirá de sus servicios.
Sí, en el planeta fútbol las culpas se borran con una huacha, una asistencia, un gol. ¿Pero, sabes qué? Ya me cansé.
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