“Qué contundencia. Fue un baile, un baño de fútbol el de Argentina”
Hoy, en medio de una vorágine interminable de partidos de fútbol, de todo tipo y calidad, provenientes de todas las ligas del mundo, me detengo por un instante en tres momentos que marcaron mi afición por el deporte rey. Recuerdos en blanco y negro. Sin repeticiones.
Mi memoria más antigua se encuentra en una noche del mes de diciembre de 1957, cuando contaba con diez años de edad, sentado junto a mi padre en una tribuna de oriente del estadio Nacional. Aquel lugar le era completamente lejano. Nadie podría imaginárselo sentado allí, una noche de semana, sin su saco y su corbata. Ni yo mismo lo reconocía. Estaba relajado, amable, curioso por ver a esos jugadores ir detrás de una pelotita.
Recuerdo el partido y la paliza que recibió mi club, el Alianza Lima, goleado por el atrevido Centro Iqueño. Ese club de media tabla, conocido como los albos, cuyo local se ubicaba en la calle Monzón, tuvo la osadía de ubicarse en el primer lugar ese año, sacando de la punta al Alianza, al Cristal y a la U. Tengo entendido que fue la única vez que salió campeón. Ahora pocos lo recuerdan porque ha desaparecido. Quizá algunos iqueños, que luego se pasarían al Octavio Espinoza y ahora andan sin club, completamente extraviados, porque Ica, a pesar de su bonanza, no tiene un equipo que los represente en la primera división.
Creo recordar esa noche primaveral porque estuve cerca de mi padre y porque me atrajo la idea de que un club chico podía ganar a uno grande ya que la tabla, de diez equipos, se dividía tajantemente entre los cinco grandes y los cinco chicos. Era un torneo limeño. No era como el actual campeonato descentralizado, bullanguero, numeroso, que anda en busca de la esquiva calidad y de una organización seria y honesta.
Una segunda imagen grabada en mi memoria es la del entrenador Jaime de Almeyda, el coach del Alianza, quien introdujo el esquema 4-2-4, y acostumbraba mirar los partidos desde la boca del túnel, lejísimos del terreno de juego, vistiendo un saco azul por pura cábala. De allí jamás podrían expulsarlo. Ni dar indicaciones tácticas. No podría hacer anotaciones en su libretita ni tramar cambios con su asistente, pues no había opción a hacer cambios, ni de tres ni de cinco jugadores. Pero lo importante es que sacó campeón al Alianza por dos años consecutivos, en 1962 y 1963, anticipándose y preparando la llegada de Didí al Cristal, luego convertido en el entrenador de la selección y alcanzando con él un boleto al Mundial de México en 1970. Pero lo más importante aún, sobre todo para mí, fue que estando en cuarto y quinto de media podía presentarme orgulloso ante los amigos de la U y decirles que Alianza era bicampeón. Después uno creció, fue a la universidad, se enamoraba, hasta trabajaba, pero Almeyda, en la boca del túnel (que ya no existe), me acompaña como un secreto que se internaba hacia la intimidad subterránea de los camerinos.
El tercer momento es el de la trágica muerte de cientos de personas en 1964 debido a que le anularon un gol a Kilo Lobatón durante el partido eliminatorio para la Olimpiada de Tokio. Era mi primer año fuera del colegio y salí del estadio e ingresé lívido, de un solo empujón, a los ajetreos de la vida.
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