No sé a ustedes, pero cada vez que lo veo siento que le debo algo. O mejor dicho, cada vez que miro a Paolo recuerdo que sin él y su corajeada ante Colombia, tendría un mundial menos visto con Perú y sería, por ende, un poquito menos feliz el resto de mi vida.
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Dejando claro que mi evaluación está lejos de ser objetiva con él, digo a la vez que Paolo aúna, como en pocas personalidades futboleras peruanas, al niño y al superhombre de un modo muy complejo. Es niño para responder con escupitajo al hincha que lo insultó en el Monumental en el 2009 y es gran varón para sacarnos del aprieto y -sin ser un experto en tiros libres- clavarle un golazo a Ospina en el 2017. Es niño para lanzarle un tomatodo a un fan de la Bundesliga y es macho bronco para ponerse jeta a jeta con Mascherano en la Bombonera y decirle te voy a ganar. O es Paolín para dejar que Doña Peta le haga de abogada y es Paolo para ser el último gran capitán que tenemos; el más rebelde ante la derrota.
Aun hoy que las piernas le dan menos conserva la terca cabeza de antes. Ese cerebro picón e inconforme que se asume como eterno triunfador y que posee esa virtud para lo teatral que lo lleva a elevar su rendimiento cuando tiene todos los focos alumbrándolo. Habría que verle el gesto relajado en las Copas América -de las que es triple goleador- o en ese Mundial 2018. Es de los que parece disfrutar cuando otros solo se angustian. En ese sentido, hay quienes pretenden separar a Paolín de Paolo, pero son indesligables. Guerrero es todo. Y ese todo ha vuelto a Alianza con 40 años a ponerle otro final a su película. Gane o pierda, su arrojo torero -por no decir, su bendita piconería- de volver para la recta final del campeonato, se agradece. Nadie más que él quisiera ganarle a la U en su Centenario.