“La caída del ocho”, por Jeremías Gamboa
“La caída del ocho”, por Jeremías Gamboa
Jeremías Gamboa

No recuerdo exactamente como así alguien dijo en el barrio que ese verano tendríamos la oportunidad de jugar al fútbol. Lo que sí recuerdo es que nadie le creyó. Todos habíamos acarreado piedras cada verano para colocarlas en las pistas y jugar a la pelota esquivando carros o habíamos luchado sin tregua para copar las canchas involuntarias que se formaban en los parques de nuestra urbanización obrera de San Luis. Lo máximo a lo que aspirábamos era a formar parte del equipo que representaría al barrio en un campeonato que se jugaba en el Madi, una cancha de fulbito en medio del complejo vecinal en la que podían enfrentarse seis contra seis. Nadie había pensado jamás en la posibilidad de jugar al fútbol en una cancha oficial. Esas cosas solo ocurrían en la televisión. Entonces alguien corrió la voz de que un amigo del barrio (le decían Chale, como el ‘Niño terrible’) se había probado en la categoría 73 con entrenadores de la liga de San Isidro y había descubierto algo asombroso: la municipalidad de ese distrito implementaba un programa de fútbol para chicos de cualquier parte de Lima y no tenía costo alguno. ¿No era una maravillosa oportunidad?

Era el verano de 1988 y todos nosotros éramos chicos que jamás habían usado chimpunes. Recuerdo que viajamos en el bus de la Florida con zapatillas puestas y que, tras la neblina de enero, quedamos hechizados por las formas de las dos canchas de fútbol del distrito, a un lado de los acantilados: el verde del césped, la belleza rectilínea del trazado del campo, el tamaño gigantesco de los arcos y la cantidad de pelotas de cuero que había para las clases. ¿Habíamos visto tantas juntas alguna vez en nuestra vida? Habíamos visto pelotas de cuero un par de veces; sus propietarios eran el blanco de todo tipo de envidias y enconos. Todo lo que teníamos eran pelotas de plástico que parchábamos con chicles o usando cuchillos quemados. 

Si me preguntan cómo fue aquel verano remoto diría que como estar dentro de la serie “Manni, el líbero”, que a veces veíamos por Canal 7. Teníamos un profesor para nuestra categoría –la 75– que se apellidaba Best, un número impresionante de pelotas y banderines, bebidas gratis para todos y una sala en la que nos proyectaban documentales de fútbol alemán que nos instruían sobre principios técnicos y posiciones dentro de un campo de juego. Un día, a mitad del verano, Best alineó dos equipos de 11 contra 11 y nos hizo jugar ante un tipo de bigote blanco que siempre se calaba una gorra que oscurecía sus rasgos y que, sabíamos, era técnico del club Deportivo Zúñiga y encargado de la categoría 73. Su apellido era Hoyos y todos lo admirábamos y también temíamos. Aquella vez acabamos de jugar atontados de cansancio por el sol, el trajín y el esfuerzo y delante de nuestros ojos, en una pizarra que llevaba con él, Hoyos trazó el equipo ideal de nuestra categoría. Zenón era nuestro 9 y Chacalillo el 11. El 10 era Del Águila y 8 era yo, un mediocampista recostado por la derecha. “Eres bueno, Gamboa”, me dijo, delante de todos, “tu problema es que eres cojo, y algo lento”. 

Me costaba creer que estaba dentro. Tendría que correr más y mejorar mis reflejos y patear más con la pierna izquierda pero estaba dentro. Al final de la charla Best nos dijo que los escogidos entraríamos a las divisiones inferiores de la ‘U’ a partir de abril. Mi ciclo como jugador profesional estaba trazado. No sería el genio de la orquesta sino un estupendo lugarteniente, el escudero que acompaña al protagonista en su labor como Yáñez a Sandokán o Watson a Sherlock Holmes. Un héroe discreto. Ese verano deseé como nunca que me pasaran al turno de la mañana en el colegio para ponerme el polo crema en la espalda todas las tardes de otoño e invierno en el Lolo Fernández. No me perdía una sola práctica. Una mañana cogí valor y le conté todo a mi papá. Para sorpresa mía se sonrió mirando las plantas de nuestro jardín, y me dijo que si todo eso ocurría él me compraría mi primer par de chimpunes. 

Poco después jugamos el partido que aun hoy me cuesta olvidar. Que he llevado algunas veces a terapia y que durante un tiempo me acosó en las noches de mal sueño. Un juego que enfrentó al equipo de la Liga de San Isidro –nuestro equipo– contra un club invitado de La Victoria llamado Unión Española y que supuso la primera vez que jugábamos contra desconocidos. Esa mañana los entrenadores de todas las categorías se habían sentado en las gradas que separaban las dos canchas de fútbol y también algunos padres de los jugadores. Los míos no estaban pero yo me imaginaba lo que habría sentido mi papá de verme ahí, parado ante la pelota en el círculo central del campo, al lado de Del Águila, esperando el pitazo inicial del árbitro. Ahora me alegro de que no haya sido así. Porque a los pocos minutos, acaso cinco, aprendí que el fútbol era algo muy distinto de lo que mostraban los videos de la televisión alemana. 

Fue sin balón. Eso sí lo sé. Miraba a algunos compañeros míos pasarse el balón cuando recibí un escupitajo en todo el rostro y al voltear un golpe seco en el estómago. Una salva de insultos y amenazas. Recuerdo que pretendí que nada de eso había pasado, que le había ocurrido a otro jugador dentro, y empecé a correr sin orden ni concierto por el campo mientras un castillo de naipes se derrumbaba dentro de mi pecho. Me olvidé del trabajo de desmarque, de leer las posibilidades del juego y las posiciones de mis compañeros y de mis rivales. En cierto momento me pareció escuchar la voz de Best gritando mi apellido desde el borde del campo y luego me parece ver su rostro enfurecido gritando órdenes que no podía capturar. “¡Gamboa!”. “¡Gamboa!”. Yo seguía corriendo sin dirección, como si fuera una sombra, o un fantasma. 

Los sueños se acabaron esa mañana. En cierto momento el entrenador me cambió por otro jugador y vi el resto del partido fuera de la cancha. No me volvieron a alinear en el equipo titular y un día dejé de ir a San Isidro, por miedo o simple vergüenza. Ese año igual no me cambiaron de turno en el colegio, así que de ninguna manera hubiera podido jugar en un club profesional. Mi papá no me compró los chimpunes y yo dejé de andar con los chicos de mi barrio. Después dejé de ver el fútbol. De ese verano solo me ha quedado la voz de Best que a veces escucho gritando desde el filo del campo cuando me atoro en medio de un texto o no encuentro la salida para algo que hago. En esos casos me recuerdo que ya no estoy en una cancha de fútbol. Que todo depende de mí. Y entonces me concentro y me hago dueño de mis movimientos. 

Entonces la voz se apaga. 

(Publicada en marzo del 2015)

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