Ganamos con gol de Cantoro. Lo que emociona esta sencilla frase. Cuántas infancias vuelven, cuántas fotos viejas se miran, cuántos años han pasado desde la última vez en que, realmente, Universitario fue un equipo invencible. Que llenaba tribunas y miraba hacia abajo la tabla. Que soñaba con la esperada gran campaña en la Copa y su verdadero rival, el más grande, era el espejo. Donde, curiosamente, la U salió campeón con un once sostenido en lo que lideraba Carranza, jugaba un Cantoro y mandaba un Ferrari.
El apellido Cantoro está asociado a aquellos años, los años invisibles: la U ofrecía algunos síntomas que solo unos pocos vieron y unos menos detectaron —Alfredo fue reelecto, dejamos de jugar en el Lolo, los socios recibieron un Monumental a medio hacer— y fue solo el fútbol, es decir, los títulos, lo que postergó la agonía. O, si quieren, la encapsuló.
Cada vez se sabe más y mejor qué pasó en estos 23 años, para no repetirlo.
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Ese del Apertura 98 era un plantel de gente grande, hecha en el club, que germinó el Tricampeonato tres años después: uno de esos cuadros del que era fácil enamorarse por su solidez, su jerarquía, su amor a la camiseta. Y a donde para llegar —como dice la calcomanía pegada en el vestuario de Campo Mar— había que merecerlo. A ese club arribó Mauro, de 22 años, un Mundial Sub 17 con Argentina encima, y aquí, después de cientos de patadas criminales (este video es un memorex) y varios goles clave (aquí una selección), se hizo crack.
No hubo vuelta al club ni despedida a lo grande, pero sospecho que esta súbita aparición de su apellido en los diarios, ese clima positivo generado —como manda la historia de la familia— por un patadón de Tiago, es una breve alegría para el Toro, futbolista con espíritu de boxeador hecho para la ‘U’, que está viendo cumplida la herencia más preciosa: tener un hijo, formarlo y regalárselo al club que quiere.
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Es prematura la comparación: quiénes lo han visto en menores me explican que el joven delantero tiene algo del envión y la patada. Habrá que verlo, por ejemplo, cómo supera a rivales carniceros de los que zafaba tan elegante su viejo. Y rodearlo para el día en que, como es normal, falle. Por eso, no se me ocurre pedir que Tiago (20 años) juegue como su padre, pero sí como un Cantoro. Que se entrene como nadie, ahora que recibió una oportunidad; que escuche a su técnico, cuya experiencia y consejo se parecen tanto al recuerdo de Piazza 1998; y que, sobre todo, entienda que Universitario puede transformarle la vida si él se la entrega un poco cada domingo.
Nada más. La ‘U’ sigue siendo el club en escombros. Fresca está la campaña en que casi se fue al descenso, salvado por la hombría de los jugadores, el cuerpo técnico y sus hinchas. Viva la sensación de quiebra, de no ser por la inacabable lucha anónima de cientos, miles, en todos los sitios posibles. El gol de Cantoro, Tiago Cantoro, es, sin duda, una señal de tiempos mejores, apenas la velita misionera que no se apaga. Pero si de algo puede servir, más que para escalar en la tabla —cuarto en el acumulado, con 29 puntos— es para que sus hinchas se miren, se recuerden y, desde ese álbum viejo que esta mañana han vuelto a visitar, entiendan que las grandes revoluciones, las de verdad, necesitan de todos.
Los que están esperando una oportunidad para defender lo que aman, por ejemplo.
La ‘U’, no el equipo sino el club, la institución, la historia, ya no se puede equivocar.
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