Carlos ‘Kukín’ Flores fue el penúltimo exponente de una manía peruana nefasta: romantizar el repentismo y ficcionar lo que pudo ser. Es interesante la capacidad de especulación que podemos soportar al momento de evaluar una carrera futbolística menor. Porque la historia de Flores es, por decir algo suave, una fábula triste.
El talento entendido a la manera de ‘Kukín’ no sirve de nada, es más, puede ser incluso un impedimento. Es un punto de partida, una potencia o una condición que rápidamente se convierte en excusa para justificar lo que la realidad revela mediocre: un mediocampista pícaro con buena técnica en la zurda, hábil para el dribbling y el amague, pero por lo general trotón, con tendencia a desaparecer en los partidos y sin gol. Flores fue explosivo en el mal sentido del término, si debemos juzgar la cantidad de expulsiones que tuvo y el nivel de faltas que propició, algunas de ellas simplemente desleales, como la icónica patada a Hinostroza.
‘Kukín’ tuvo dos carencias graves. La primera de ellas fue la falta de profesionalismo, que está largamente documentada y en la que no vale la pena insistir. La segunda, más importante y menos discutida a pesar de que es más grave y el handicap mayor: la ausencia de fortaleza mental. Ni el Cantolao ni el Boys, ni su paso por Arabia Saudí, Grecia o Argentina, ni la oportunidad que le dieron en la ‘U’ o Alianza sirvieron para construir una psicología sólida, capaz de resistir los embates del fútbol moderno. No hay futbolista profesional que pueda sobresalir sin un piso mental mínimo. Dante Nieri define la fortaleza psicológica así: “Es la capacidad de aguantar, de posponer la recompensa, soportar malos momentos, de levantarse de las caídas, mostrar rebeldía ante la adversidad, perseverar ante ella con fe, convicción y optimismo de poder dar vuelta al resultado mientras exista tiempo y posibilidades”. Implica entender las dificultades como retos a superar, poder comprometerse con una empresa, tener control emocional, confiar en uno mismo y en los compañeros, etcétera.
Sin esta materia, el fútbol profesional no existe. Lo demás es cháchara, anecdotismo o falsas nostalgias: “El técnico lloraba cuando lo veía entrenar”, “En juveniles era mejor que Maradona”, “Tenía más talento que Cueto”. La apreciación subjetiva del talento futbolístico, cuando no tiene cómo corrobarse en el césped, es metafísica o gusto. Pero el fútbol imaginado es otro deporte, uno en el que ciertamente no se puede discutir. Nada se puede reprochar, tampoco, a quien encontró en un taco, en un pase de 30 metros o en un gol olímpico al Cienciano un orgasmo. Pero el fútbol no se puede evaluar desde la intermitencia, porque si así fuera, Carlos ‘Mágico’ González habría sido mejor futbolista que Zico y Bergkamp. Y no lo fue, salvo uno se ponga a discutir en Cádiz.
Ya puesto a evaluar, la carrera de ‘Kukín’ no soporta una comparación con Palacios o Lobatón, por citar a dos volantes coetáneos. Su supuesta grandeza está construida con leyendas y un fuerte sentido de la compensación. Los noventa crearon esto también: mitologías que ayudaban a resistir una realidad pobre, con mucha complicidad de una prensa ávida de inyectar anabólicos a cualquier asomo de destreza. ¿Cuál es la responsabilidad de quienes instrumentalizaron su historia para convertirlo en genio incomprendido o en lección moral? La muerte temprana de Flores no cambiará lo que ocurrió o dejó de ocurrir en la cancha. Es lo mejor que se puede decir sobre él.
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