“La impresión que quedó de aquellos días es que todo el mundo murió”, recordaba el célebre periodista y escritor brasileño Nelson Rodrigues. O, para describirlo mejor, se preguntaba “¿Quién no murió…?”. Él tenía sólo 6 años y se salvó. Hablaba de la gripe española de 1918, que en realidad no era española sino estadounidense. Ocurrió que, al estar al margen de la Primera Guerra Mundial, los diarios españoles no estaban censurados para informar sobre la epidemia que amenazó seriamente a la raza humana. Hablaban de la plaga que mataba gente en España, pero en realidad exterminaba en todas partes.
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Las tropas norteamericanas que iban a Europa a combatir llevaron consigo el mal que terminó costándole la vida a 50 millones de personas en todo el planeta. Cuando ya era confirmado que miles de soldados de la Unión estaban infectados, el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, consultó al general Peyton C. March, jefe del estado mayor del ejército, si no era mejor parar el envío de combatientes a Francia, pero March sostuvo que hubiera sido muy mala estrategia si Alemania y el Imperio austrohúngaro se enteraban de tal flaqueza. Siguieron mandando y centenares de efectivos morían en los barcos; otros, al llegar. Así universalizaron el contagio. Al mismo tiempo, prohibieron a los medios la difusión de noticias sobre el mal. Lo mismo hicieron los países aliados.
Y de Europa se propagó a todos los rincones del mapa. Tan grave fue aquella peste que hace ver al temible coronavirus actual como una fiebre menor. Brasil fue uno de los más azotados de América, Río de Janeiro en particular. La Cidade Maravilhosa llegó a tener quincenas de mil muertos por día. “Estaban las calles inundadas de ataúdes”, agregaba Nelson, hermano de Mario Filho, también jornalista, cuyo nombre lleva el estadio Maracaná por ser el impulsor de su construcción. El electo presidente Francisco Rodrigues Alves no llegó a asumir su segundo mandato pues murió por “la española”.
Aquella estela de muerte, hace 102 años, tuvo grandes similitudes con el Covid 19 de estas horas: obligó a suspender el fútbol. Los campeonatos carioca, paulista y pernambucano fueron interrumpidos. Antes no había un certamen nacional en Brasil debido a las grandes distancias; eran estaduales. Fluminense, el más poderoso en los albores del juego en Río, era el puntero al pararse la actividad. Y sería el campeón tras la reanudación, pero en el medio sufrió la muerte por la gripe de uno de sus jugadores, Archibald French.
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Entre tanta mortandad, debió postergarse para el año siguiente la Copa América, que estaba pautada para mayo en Río, entonces capital de Brasil. Para tan magno acontecimiento (la Copa era un bebé recién nacido, pero ya movía multitudes), Fluminense invirtió 1.500 millones de reales, una auténtica fortuna, para construir su estadio “Das Laranjeiras”, que sería escenario del torneo, en la zona más elegante de la ciudad y del país, pegado al palacio Guanabara. Dos veces lo visitamos, un escenario encantador, de madera, con una finísima terminación, que hasta hoy mantiene la entidad tricolor. La alta sociedad contribuyó, seguramente el Gobierno también, dado que Brasil, como anfitrión, no podía desentonar en una fiesta que por entonces seguía siendo un juguete de las clases adineradas, aunque ya el proletariado empezaba a sentir pasión por la pelota.
La de Brasil era una selección blanca, por su camiseta y porque no se admitían jugadores negros. Era una ley no escrita, pero no se los aceptaba. Sin embargo, el Pelé de la era fundacional, Arthur Friedenreich, era mulato, hijo del empresario alemán Oskar Friedenreich y de una lavandera afroamericana de nombre Mathilde. El Tigre, como era apodado, tenía la piel morena y lo atenuaba maquillándose con polvo de arroz. Era tal goleador que el racismo hacía una excepción con él.
Sin razón aparente, después de dejar el tendal, la gripe española desapareció igual que como había llegado. Se había firmado la paz en Europa y en 1919 salió el sol, volvió la esperanza. Se terminó el impactante coliseo de Fluminense y Brasil hospedó la Copa América. Como las asociaciones de San Pablo y Río de Janeiro estaban enfrentadas, hubieron de hacer hartas gestiones para reconciliarlas y que la seleção alistara a todos los cracks. De hecho, Río ponía el escenario, el glamour y el público, pero San Pablo aportaba el talento: Amílcar, Neco y Friedenreich -las estrellas- y otros cinco paulistas eran titulares.
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Aquella Copa América de 1919 despertó un entusiasmo excepcional en Río. Brasil se estrenó goleando a Chile 6 a 0 ante 20.000 personas y con el presidente de la República, Delfim Moreira, en el palco. Todo era euforia, aunque el rastro de la muerte se dejó ver nuevamente. En el cotejo Uruguay 2 - Chile 0, el arquero oriental Roberto Chery, “El Poeta”, porque escribía versos y sonetos, realizó una arriesgada intervención a los pies de un rival y quedó gravemente lesionado, con estrangulamiento de hernia. Fue internado de urgencia y operado. Pese a ello falleció, a causa de la deficiente intervención médica. Único caso en la historia de la Copa. La delegación argentina, eliminada tempranamente, tomó el primer vapor hacia el sur y fue portadora del cadáver de Chery, arquero de Peñarol. Al llegar al puerto de Montevideo, en una ceremonia cargada de dolor y de silencios, los jugadores argentinos bajaron el féretro y lo entregaron a las autoridades del fútbol uruguayo.
En tanto, en Río, seguía el torneo. Brasil y Uruguay empataron el último encuentro 2 a 2, igualaron las posiciones y debieron ir a un desempate, disputado cuatro días después ante una muchedumbre nunca vista hasta ahí en una cancha del continente: casi 25.000 espectadores, todos apretujados. Uruguay venía con la chapa de bicampeón, pero Brasil había armado una escuadra fuertísima, estaban muy parejos. Primer tiempo 0 a 0; el segundo, pleno de angustia, siguió sin goles. Fue necesario ir a un alargue. Los jugadores no tenían la preparación física de ahora, por lo cual les autorizaron un descanso en vestuarios. Para peor, en esos tiempos no existían aún las tandas de penales ni las sustituciones (comenzaron en la Copa América de 1936-37). Volvieron al campo a jugar un tiempo de media hora con cambio de arcos a los 15 minutos. ¡Y nuevamente quedaron 0 a 0…! Otro cambio de lado y una media hora más… Ahí sí, a los 2 minutos, Neco desbordó por derecha, Friedenrech pescó un rebote y la mandó a la red. Es el partido oficial más largo de la historia: 150 minutos. Así terminó: 1-0 y Brasil por primera vez campeón. ”El delirio se apoderó de la multitud. El público invadió el field. Los jugadores brasileños fueron cargados en andas por el pueblo, que formó un cortejo glorificador”, escribió Thomaz Mazzoni, pionero de los historiadores futbolísticos en la patria de Pelé y Garrincha.
Durante años, la pelota del partido, firmada por los once campeones, lució en una vitrina en la CBF. No obstante, lo más simpático fue otro homenaje: tomaron la pierna de un maniquí, la vistieron con la media y el botín con que Friedenreich marcó el gol y la expusieron en la vidriera de una joyería en la avenida Río Branco junto a un cartelito que decía “A perna do campeão”. Estuvo meses en exhibición. Aquella Copa amenazada por la gripe española terminó en euforia y fue el primer golpe de autoridad del fútbol brasileño. Ahí empezó a ser grande.
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