Una mínima ceremonia de tres minutos que apenas distraía la atención del público. En el centro del campo, un señor de saco y corbata entregaba al crack una pequeña estatuilla consistente en un balón dorado sobre una basecita de madera que cabía en una mano. El ganador mostraba el premio a las gradas y estas sellaban el momento con un somero aplauso. Y un grupito de fotógrafos (no una nube) a quienes se les permitía acercarse sin restricciones lo eternizaba. Lo espectacular de la foto es su simpleza, la austeridad del acto.
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Este 23 de diciembre, se cumplieron cincuenta años desde que Gianni Rivera, ‘El Bambino de Oro’, recibiera el Balón de Oro 1969 al mejor futbolista europeo. El Milan había sido campeón del continente y él, el estratega, la estrella. Era el primer italiano en obtenerlo. Un periodista de “France Football” llegado de París fue el encargado de llevarle el galardón y escogieron bien la ocasión: antes de un Milan-Cagliari. Gianni Rivera recibía el reconocimiento ante la presencia del legendario puntero izquierdo del Cagliari, Gigi Riva, goleador de ese año y figura del Mundial de México al siguiente. Rivera había aventajado por solo cuatro votos a Riva, pero este lucía contento igual. No había estridencias ni luchas intestinas por el reconocimiento, ambos eran puntales de una ‘Squadra Azzurra’ plena de estrellas que lograría seis meses después de llegar a la final del mundo ante Brasil.
Hoy se habla desde tres o cuatro meses antes sobre quienes podrían ganarlo, los cronistas consumen miles de horas comentando las posibilidades y la entrega es una gala parecida al Óscar de Hollywood, con trajes brillantes, mujeres producidas y estrellas que llegan en autos de superlujo. La televisión lo transmite al mundo y los candidatos están expectantes, tensos. No es un tema menor, un Balón de Oro los mete en la historia. La codicia achina los ojos interesados de los agentes: ese Balón representa decenas, incluso cientos de millones de euros en contratos posteriores. El futbolista, hasta siendo anciano, será presentado como “fulano de tal, Balón de Oro 2019”. Facturará por el resto de su vida. Que les pregunten a los ejecutivos de NR Neymar Sport y Marketing Limitada qué significaría una de esas estatuillas para la multinacional.
Hay decenas de aspectos en los que el fútbol actual es muy superior al de hace 40, 50 o 60 años. La pelota, la indumentaria, la preparación física. Elmer Banki, reputado técnico húngaro radicado en la Argentina, cuenta en su autobiografía que, en 1960, antes de asumir en su primer club, All Boys, lo llevaron a ver una práctica y le asombró que en un país importante futbolísticamente se trabajara de forma tan liviana y elemental: “Era de un nivel casi escolar”, dijo. De allí la mayor velocidad actual y, sobre todo, el alto nivel de intensidad que mantienen los actores hasta los 96 o 97 minutos que dura un encuentro hoy. Por ello la impresionante cantidad de goles que se producen en tiempo añadido. Antiguamente, un gol en el minuto 91 era una gran anécdota, ahora es lo corriente.
Absolutamente todo cambió: la medicina (hasta los años 50 una lesión seria de rodilla era poco menos la ruina de un atleta), la alimentación casi científica, que ha llevado a los jugadores de élite a tener un cocinero personal fijo. También el cuidado personal del deportista, su descanso, las nuevas formas de entrenamiento, las tácticas, los escenarios, los campos de juego, el reglamento, la televisación, la logística… Puskas contaba en su libro que Corea del Sur tardó 6 días en llegar a Suiza para el Mundial de 1954; recién había terminado la Guerra de las Coreas y no salían vuelos desde territorio coreano, viajaron en bus, tren y barco; una parte de la delegación voló desde Tokio en un avión que habían utilizado las tropas aerotransportadas estadounidenses, con asientos de costado y las piernas colgando como niños; llegaron acalambrados, a menos de un día del partido-estreno y Hungría les ganó 9 a 0; hoy viajan todos en clase ejecutiva, vuelos chárteres y la FIFA les provee unas comodidades excepcionales para que se instalen, practiquen, descansen y puedan dar lo mejor de cada uno. El fútbol ha cambiado tan extraordinariamente fuera del campo que transformó el juego adentro. Y seguirá evolucionando, es la vida.
Cuando alguien dice: “Me gustaba más el fútbol de antes”, lo que extraña, en realidad, no es el juego, muy inferior al actual en rapidez, vivacidad y recursos técnicos y tácticos, añora el contexto, la simpleza, el romanticismo que lo hacía a uno enamorarse de esta actividad. Cuando se daba un lance excepcional como el Inglaterra 3-Hungría 6 de 1953, ese choque entraba en los libros de historia. Hoy vemos media docena de esos por semana entre la Copa de Europa, la Liga Inglesa, la española, la Bundesliga, quizás alguno de Libertadores…
Las monumentales cantidades de dinero que circulan actualmente en torno al fútbol han resquebrajado la pureza de antaño. Cuando juega Brasil o el PSG, ya es un clásico, a los 5 o 10 minutos Neymar se agachará a desatarse y luego volver a atarse los botines porque las cámaras se posarán sobre su pie y veremos la marca Nike. Lo mismo Cristiano Ronaldo, en su festejo de gol, exhibirá sus perfectos abdominales porque reflejan su imagen de ciberatleta, muy apetecida por millones de consumidores. Ese tipo de detalles facturan. El equipo de prensa de Cristiano lo posteará en sus redes, en una de las cuales –Instagram– tiene casi 195 millones de seguidores. Son marcas y generan fortunas.
También es cierto que ese cuidado tan obsesivo de temas comerciales quita esencia al juego propiamente dicho. Le resta naturalidad. Se tiene preparado el festejo de un gol, decenas de personas trabajan en prensa e imagen para tratar de conseguirles un galardón que aumente las ganancias. Antes también había emolumentos para los profesionales, pero eran ínfimos en comparación con lo actual (Messi gana 350.000 dólares diarios).
El mismo Puskas cuenta que, en su niñez, en los partidos de barrio en Budapest, tenían un equipo que hacía maravillas. Jugaban en la calle, se había corrido la voz y se juntaba gente a verlos. Varios ficharon luego por el Kispest, el club de al lado de su casa. La movían tan lindo que “el tío Joszeph”, carnicero de la cuadra, había fijado “un premio extraordinario” si ganaban en los desafíos contra los chicos de otras barriadas: una salchicha para cada uno. Era la época de entreguerras, de auténtica pobreza en muchos países de Europa. Se dejaban la piel por esa salchicha.
Todo es mejor ahora, lo que el hoy no podrá igualar jamás del ayer es la sencillez. Eso cayó al fondo del mar y se perdió para siempre.
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