Luis Figo llegó a Real Madrid en el año 2000, después de un largo tiempo en Barcelona. (Foto: Agencias).
Luis Figo llegó a Real Madrid en el año 2000, después de un largo tiempo en Barcelona. (Foto: Agencias).

Acontecimientos como ‘la primera vez’ convocan temores primordiales y entusiasmos vehementes. Si la primera vez resulta dulce y sublevante uno queda inmunizado contra el sufrimiento; pero si la primera vez nos sale trágica y deprimente uno se vuelve aprensivo al placer.

El azar ha querido que la primera vez sea una lotería y que de esa tómbola dependa nuestra felicidad. Por eso los padres tenemos la insobornable responsabilidad de tutelar ‘la primera vez’ de nuestros hijos. Y así me armé de valor y llevé a mi Andrés al estadio, cuando comenzaba la temporada 2001-2002 y un Real Betis recién ascendido jugaba contra el Real Madrid de Figo, Zidane y Raúl.

Mi hijo tenía entonces cinco años y todavía envidio su estrella, porque perdió la inocencia futbolera contemplando una goleada del Betis sobre el Real Madrid. O sea, tiene la inocencia invicta, lo que en términos balompédicos significa que su mentalidad será ganadora y que jamás le faltará la ilusión. Y estoy persuadido de que nunca en toda su vida olvidará la noche grandiosa en que pisó por primera vez un estadio.

Me asegura mi viejo que mi ‘primera vez’ tuvo lugar cuando tenía cuatro años y que fuimos a ver un partido de la ‘U’ contra Boca Juniors. No obstante, yo no conservo memoria de aquel encuentro y él tampoco lo recuerda muy bien. Mala cosa. Seguro que perdimos, que nos sacaron la chochoca, que a la salida no me compró ni michi y que más de cuarenta años después todavía no quiere admitirlo. A mí me tocó esa cruz y por eso soy propenso a la derrota, resignado a las calabazas y propicio al psicoanálisis.

En cambio, Andrés ha memorizado los cánticos de triunfo, sucumbió al hechizo minucioso del papel picado, se dejó hipnotizar por el baile verdiblanco de miles de bufandas y comulgó del hot dog caliente que cifra el partido del mundo. Andrés durmió aquella noche con su camiseta del Betis, porque estaba convencido de que él le dio suerte al equipo. Benditos sean los talismanes que rezan “Betis de la guarda, dulce compañía”.

En realidad, ganarle al Madrid es mejor que ganarle al Sevilla, precisamente porque no es algo personal. Cuando pierde el máximo rival solo pierde él; mas cuando le ganas al Madrid le ganas de paso a todos los demás. Por eso envidio a mi hijo Andrés: primera vez y encima múltiple.

Sin embargo, mi escena primaria siempre me juega malas pasadas. ¿Cuántos nos metería Boca? (en la escena primaria siempre hay alguien que la mete). Pero ya no importa: nuestro Betis volvió a Primera hace cuatro años y habrá que seguir luchando, –como ‘Proust Lee’- contra el tiempo perdido, porque el Sevilla ha ganado la UEFA, Copas del Rey y Supercopas de Europa. “¿Por qué somos del Betis, papá?” –me pregunta Andrés, que ya tiene quince años– . “¿Por qué no somos del Barza, del Madrid o del Sevilla?”. He tenido que explicarle que nuestro grito de guerra casi es un anuncio de autoayuda –“¡Viva el Betis manque pierda!”– y que por eso los ‘Betis-Men’ nos curamos mejor que cualquier Lobezno.

Si fuera argentino o brasileño no tendría problema en ser del Barza o del Real Madrid, pero como los peruanos siempre perdemos no podemos ser hinchas de los equipos que ganan siempre. O ganamos con épica o perdemos con gloria. No somos griegos, sino troyanos. Y aunque como hijo de padre peruano Andrés lleva el estigma de la derrota, al menos su ‘primera vez’ fue mejor que la mía.


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