Los Warriors se coronaron campeones de la NBA por segunda vez en tres años, tras vencer 129-120 a los Cavaliers en el Oracle Arena de Oakland, California. (Foto: Reuters)
Los Warriors se coronaron campeones de la NBA por segunda vez en tres años, tras vencer 129-120 a los Cavaliers en el Oracle Arena de Oakland, California. (Foto: Reuters)
Ricardo Montoya

Esta vez la premisa histórica de la Liga no se cumplió. En teoría, en la no debería acontecer lo que suele ocurrir con la mayoría de los campeonatos de fútbol en el mundo, en donde uno o dos equipos reúnen a las grandes estrellas del deporte en una misma plantilla y arrasa con todas las copas. En contraparte, el básquet norteamericano propone la distribución de talentos entre las instituciones para así asegurar un torneo más competitivo. Allí radica la dificultad en que alguna franquicia sea exitosa a lo largo del tiempo y llegue a convertirse en dinastía.

El reparto equitativo de las ganancias y el hecho de que los mejores no sean oligopolio de solo algunas escuadras le confiere a la NBA una dosis de atractivo suspenso que los hinchas retribuyen asistiendo masivamente a cualquier partido de la competencia. En esta temporada, sin embargo, las aguas no surcaron el cauce natural. En el 2016, antes de que se inicie la temporada y tras conocerse el fichaje de Durant a los Warriors, ya todos sabíamos que los de sumarían un anillo más a su palmarés. Stephen Curry, Kevin Durant, Draymond Green y Klay Thompson conforman un póker superlativo dentro de una Liga pareja: cuatro campeones olímpicos, cuatro all-star game, cuatro fuentes permanentes de anotación. Además, por si fuera poco, los californianos poseen una banca que suma puntos y otorga variantes. Los Warriors han sido un equipo múltiple donde todos anotan, todos marcan y casi todos están capacitados para convertir de a tres. Tantos astros juntos forman, habitualmente, una constelación envidiable.

Sería injusto mezquinarle su grandeza a Golden State atribuyéndole exclusivamente su suceso a una plantilla superior. Había que saber gestionar las personalidades, apaciguar los egos y darle forma a la criatura. Y en eso Steve Kerr y su grupo de trabajo han estado estupendos.

‘Wyatt Earp’ Kerr, cinco veces ganador como jugador de la NBA y dos más como entrenador, ha sabido conferir libertad a sus dirigidos para que desplieguen su talento sin esquematizarse en los sistemas tácticos de funcionamiento. Ha conseguido, también, que jugadores tremendos, como Andre Iguodala o David West, entiendan su rol dentro del equipo sin resentir que los mayores elogios recaigan sobre Curry o Durant. La confianza del grupo en el comando técnico ha sido tal que inclusive cuando Kerr debió ausentarse por una extraña enfermedad, el rendimiento, bajo la batuta de su asistente Mike Brown, continuó siendo impecable. Fueron los mejores en la temporada regular y también en la postemporada, donde consiguieron imponerse en 15 de los 16 partidos que disputaron.

Párrafo aparte merece Curry, quien, lejos de incomodarse por el arribo de otra megaestrella como Durant, lo cobijó y en las finales hasta le cedió protagonismo en pro del éxito del equipo. La grandeza real de un deportista se mide no solo por su rendimiento, sino por sus actitudes.

La pregunta que aún persiste en los fanáticos es: ¿qué medidas puede tomar la NBA para que, a partir de ahora, los Golden State, con este superequipo, no ganen siempre una Liga en la que coronarse consecutivamente nunca ha resultado una tarea sencilla?

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