Ricardo Montoya

“A menudo los hijos se nos parecen y así nos dan la primera satisfacción”. Sin sospecharlo, en “Esos locos bajitos (1981)”, Serrat transforma en música una historia que tardaría en acontecer dos décadas después, la de los Elías: José Manuel y Diego, Diego y José Manuel, padre e hijo, hijo y padre de un relato bordado con sacrificio y emociones. Dos número uno.

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Agradecida ya la realidad de ver a Diego en la cúspide del squash mundial, es inevitable no pensar en el hombre que hay detrás del campeón: ‘El Tigre’ José Manuel, que cuando descubrió que tenía un talento imaginó para sí las cumbres más elevadas, pero no pudo alcanzarlas porque los tiempos eran otros y no existían manuales de vuelo que garantizaran aterrizajes seguros.

Hizo lo que pudo con lo que tenía. No fue poco, monopolizó los títulos nacionales durante varios años, ayudó a difundir la disciplina que amaba y contagió a su primogénito con la fiebre de un deporte cuya belleza es inversamente proporcional a su popularidad. El flechazo de Diego por el squash fue instantáneo, el deportista natural brotó de adentro y se le trepó de inmediato en el árbol de la sangre. Ese fue el principio del camino.

El éxito, contra lo que se cree, no radica solo en la consecución de las propias metas. José Manuel Elías, a diferencia de Diego, no ha logrado ganar torneos Platinum y tampoco ha alcanzado la cima del ránking mundial. Créanme que le interesa un comino, una extensión suya, ha logrado todo lo que él no ha podido conquistar. Y la felicidad que eso implica, los que somos padres lo sabemos, es tan grande como amanecer un día convertido en el mejor jugador del mundo.

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