La gran razón por la que LeBron James no es colocado al lado de Michael Jordan y Wilt Chamberlain en la Santísima Trinidad del baloncesto, por quienes ven este deporte desde hace varias décadas, se resume en un enigma que jamás podrá resolverse: ¿qué hubiera pasado si jugaba en los 90s o incluso en los 80s?
Más allá de todos los récords batidos con los que ha construido su carrera, James es un portento físico, imparable en su prime, como dicen allá bien al norte de México. Lo sigue siendo de vez en cuando a unos peldaños de los cuarenta, con menos cabello y menos espectacularidad.
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El físico suele ser una variable para quienes se atreven a comparar a astros de eras diferentes. En deportes como el fútbol, más allá de la magia de cada quien y la cantidad de partidos que se juegan en la actualidad -detalle no menor para superar récords de antaño- está claro que en el pasado podía bastar con ser jugador para brillar. Hoy, por lo menos al otro lado del charco, primero se es atleta y luego jugador, aunque nos pese.
Además, se pateaba con más alevosía. Pregúntenle al Pelé que machacaron en Chile 62 o al Maradona del shortcito, con los muslos expuestos, en el Napoli o en el Barcelona, lleno de barro.
En el baloncesto, un deporte colectivo con menos reflectores y seguidores, ocurre más o menos lo mismo. Equipos como los ‘Bad Boys’ de los Pistons de Detroit que colisionaban con los Chicago Bulls de Jordan y Pippen serían inimaginables hoy en día. O, bueno, durarían un par de cuartos antes de ser expulsados.
Las reglas de la NBA se parecen a la constitución política de un país en desarrollo: se cambian continuamente, aunque con una consigna: privilegiar el espectáculo. A más faltas, más tiros libres y, consiguiente, más puntos.
De pronto, un simple contacto, un rasguño, un roce se convirtió en falta. Incluso en falta flagrante.
Proteger al basquetbolista se convirtió en la máxima. Un acierto en algún sentido. Pero, ¿qué hay de ese otro espectáculo, vetado por los organizadores, de codazos, empujones y pechadas?
Pues, por fortuna, ha quedado a unos clicks de distancia en esa videoteca inconmensurable que es YouTube.
Stephen Curry, el base de los Golden State Warriors, menor por cuatro años que LeBron James, fue quien distanció todavía más el baloncesto de este nuevo siglo con el anterior. Dueño de una muñeca diabólica, comenzó a anotar tantos triples que sus rivales comenzaron a marcarlo ya no en la pintura, sino afuera del semicírculo. Contagió a los demás y el resto es historia conocida: hoy quien no sabe anotar triples no existe en la NBA.
De poder a poder
La final de la NBA entre los Golden State Warriors y los Boston Celtics es una de las más apasionantes de los últimos tiempos sin temor a caer en el lugar común.
Después del triunfo de los de California en el TD Garden por 107 a 97, el último viernes, la serie quedó empatada a dos. ¿La figura? Stephen Curry con 43 puntos, 10 rebotes y 4 asistencias.
Lo mágico no solo fueron las parábolas de sus tiros, sino el hecho de que pudiera estar en pie luego de que en el tercer partido salió dando alaridos, tocándose el tobillo izquierdo.
Al Horford, el dominicano que a sus 36 años está disputando la gloria de la NBA por vez primera, se le tiró encima con sus 106 kilos en una dividida, como hacía rato no se veía. Tal y como lo hizo su compañero Marcus Smart a mediados de marzo. No es ninguna casualidad: existe un plan para sacarlo del juego. Por un momento los Celtics fueron los ‘Bad Boys’ de Detroit de los 80s y 90s. Menudo goce. Hoy se disputará el quinto juego en el Chase Center. Complacidos estamos.
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