Jerónimo Pimentel

Rafael Nadal llega al final de su carrera con algunas dudas de difícil solución. En el campo plenamente deportivo la cuestión es hasta cuándo podrá vender la idea de que su carrera es una historia a la que le falta un regreso triunfal más. En el campo profesional, el de la gestión de su prestigio, la pregunta es si valdrá la pena hipotecar todo lo ganado en el circuito ATP, como símbolo de esfuerzo, constancia, voluntad y tenacidad, para monetizarlo en exhibiciones y lavados de cara en Arabia Saudita.

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Hace una semana, cuando se enfrentó a su sucesor, Carlos Alcaraz, en un evento en Las Vegas transmitido por Netflix, tuvimos algunos alcances. Nadal es un tenista en forma pero falto de ritmo, inseguro al momento de subir a las alturas que antes escalaba con facilidad, y por ello un tanto rígido, a la manera de esos viejos carros que buscan rodar con el freno de mano puesto.

La duda para el espectador es si este fue solo un cuidado precompetitivo de cara a Indian Wells o si era todo lo que el manacorí podía dar. Hace unos días, cuando anunció que se bajaba del torneo norteamericano, quedó clara la respuesta: el saldo de la exhibición fue negativo, lo que obligará a que Nadal priorice la temporada de arcilla, su especialidad, y no se exponga en pista dura ni a lesiones ni a derrotas aparatosas: “…no me encuentro listo para jugar al más alto nivel en un evento tan importante”, señaló en un comunicado en redes. “No es una decisión fácil, de hecho es difícil, pero no puedo mentirme a mí mismo ni mentirles a los miles de aficionados”.

A meses de cumplir 38 años y con solo siete partidos oficiales en dos años, esta debe ser la última temporada del español antes del retiro. La jubilación es dura para los atletas de alto rendimiento pues implica un duelo identitario (¿si no soy un tenista de élite, qué soy?) y un reto profesional que puede ser percibido por muchos como insalvable (se arroja a la “vida real” a un adulto que no puede hacer lo que mejor hacía en su vida). Sin embargo, en el caso del español estos dilemas parecen resueltos.

La contratación de Nadal como embajador del tenis saudí se percibió como el salvoconducto que el rey de la arcilla había encontrado para su futuro próximo. No parecen ser buenas noticias para el aficionado con escrúpulos; el “sportwashing” a un régimen en el que los derechos humanos son una broma de mal gusto no puede ser tomado con ligereza. El tenista es consciente de ello e indica que, si no logra transformaciones en su rol de representación, reconocerá que se equivocó. Pero creer que los jeques lo han fichado para alinearse en el respeto y la tolerancia es de un nivel de ingenuidad inaceptable, por lo que tocará hacerse a la idea de que el brillo de las estrellas es también una mercadería que se puede comprar y vender.

Por lo tanto, quedan solo dos cosas por hacer respecto a La Fiera: disfrutar su juego todo lo que se pueda de Montecarlo a Roland Garros, y una vez colgadas las raquetas, renegar.