Tres hechos configuran el cambio de ciclo en el tenis internacional, los tres precipitados por la pandemia. El primero es el retiro de Roger Federer; el segundo es la ausencia de Novak Djokovic de dos Grand Slams (Australia y Estados Unidos) por no estar vacunado contra el Covid; el tercero, la prematura salida de Rafael Nadal del US Open antes de cuartos de final, derrota que acompañó con un frase anticlimática y otoñal: “Tengo cosas más importantes que el tenis que atender”. La era del ‘Big Three’ parece llegar a su fin, aunque todavía queda tiempo en cancha para el español y el serbio. El suizo, en cambio, ha reservado los pocos sets que le restan para su torneo personal, la Laver Cup.
No pierde poco el aficionado al tenis. El retiro de Federer es el evento traumático más previsto en décadas. Quizás toque apuntar que su grandeza no se mide en títulos y récords –y vaya que los tiene–. No. Los más grandes no lo son porque lo pruebe una tabla o un listado. Hay un espacio por encima de la competitividad, la rivalidad y el ranking en la que un superdotado logra llevar a su disciplina más allá de los linderos en los que recibió el deporte. Y lo modifica. Y lo mejora. Se pueden dar muchos ejemplos que prueban esta idea: Daniel Pasarella ganó dos Copas del Mundo y Maradona solo una, pero solo un necio diría que el defensa fue más que Diego; el gran Rocky Marciano se jubiló invicto con un récord de 49-0, pero ningún amante del boxeo argumentaría que fue más peleador que Muhammad Ali, quien cayó derrotado en 5 ocasiones. Los ejemplos sobran: desconfiemos del número, al menos en la apreciación de la belleza deportiva, y no creamos que cuantificar es la única manera de discernir lo bueno de lo magnífico.
En un punto de ciertas carreras deportivas, algunos valores intangibles se vuelven indesligables de un jugador: gracia, estilo, elegancia, creatividad, excelencia. Los sustantivos abstractos por definición no se visualizan figurativamente, pero el deporte logra el efecto mágico de darles un contenido concreto, un nombre y apellido. Hay algo divino en ese procedimiento, poder encarnar lo intangible. En el caso de Federer, los aficionados tienen más de 1500 partidos para elegir su epifanía favorita, una galería de precisión, tacto, sensibilidad y destreza que nos invita a la adoración. Puede ser un revés a contrabote contra Zverev, aquel smash a la carrera contra Roddick, alguna de las varias improvisaciones en la net ante Djokovic, o el que quizás sea el mejor punto en la historia del tenis frente a Nadal. Cada espectador tendrá su momento preferido, pero vale la pena señalar el rango y la variedad de recursos y rivales. De una big Willy a un drop imposible, de Agassi a Medvedev.
Si el lector hace una búsqueda en Youtube y surfea los videos compilatorios que homenajean a Federer podrá ver cómo lo imposible se hizo rutina. Pero una recomendación quizás ayude a entender el portento: vale la pena fijarse no solo en los golpes, sino en los desplazamientos; no solo en las transiciones de tiro a tiro, sino en las reacciones previas y posteriores, los gestos. Es en esos detalles donde aparece la majestad de un tenista irrepetible. Qué afortunados somos quienes compartimos su era.
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