Era 1984 o quizás 1985 cuando en una de aquellas tardes aburridas de mi infancia, esas que oscilaban entre tres canales en la televisión nacional, vi el primer partido de tenis de mi vida. Perú jugaba la Copa Davis y el encargado de la transmisión era un español que no parecía estar narrando o inventando un partido electrizante en un estadio abarrotado como lo hacían los locutores de fútbol de la época (mi favorito era Elejalder Godos) sino estar en la nave central de un templo oficiando la consagración de la hostia. Se llamaba Felipe Carbonell y en su manera de acompañar el juego había algo que sonaba a liturgia, algo que se condecía muy bien con ese deporte pausado, silencioso y concentrado que yo veía perplejo ante el flamante televisor a colores de mi casa. No olvido el sonido repetido de la pelota sobre la arcilla antes de un saque crucial y la voz de Carbonell susurrándole al mejor tenista peruano del momento como si fuera la voz misma de su conciencia: “Vamos Jaime, vamos Jaime, vamos Jaime”.
Juan Pablo Varillas en Roland Garros
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