Cuando le pregunten si hay un estilo de jugar al fútbol peruano, cuando lo interroguen sobre cómo es que se para un jugador de estas tierras a diferencia del de otras; en resumen, cuando lo cuestionen sobre cuál es el ejemplo de nuestra existencia futbolera en la faz de la FIFA, usted responda Christian Cueva y no fallara.
En tiempos donde se confunde el fútbol total con el fútbol militar, Christian representa el retorno de un gambeteador letal, una suerte de Cholo Sotil en patines que, más que a la simple habilidad, reivindica la técnica. Para lo bueno y para lo malo, Cueva es peruano. Lo es para dejar sentado a un paraguayo que le mandó Arce. Y lo es para dejarse filmar por un chacal que le mandó Peluchín. Lo es, también, por un inmenso valor que los separa de los Mimbela y los Deza: su entendimiento cabal del juego. No hablamos de un pericotero de pista con cabeza enterrada, sin rigor de academia. Hablamos de un serísimo intérprete del fútbol con arcos que nunca deja de apuntarle al área rival. El segundo gol a Paraguay, sin ir más lejos, es una lección para todos los chicos que miran fútbol. Así se tapa la salida, así se sale a buscar el contragolpe, así se driblea a un defensor en velocidad y así se asiste a un compañero.
Cueva significa el viejo y querido fútbol peruano, ese que parecía sepultado entre las obligaciones tácticas y la sucesión de derrotas. Puede que otros referentes tengan más poderío y quizá lleguen a ser más mediáticos, pero nadie resulta tan delicioso, ni produce tanto poder de fascinación como Cueva. Razón tenía mi amigo Elkin Sotelo cuando decía que ni Johan se parecía tanto a Sotil como Cuevita. Desde hoy y para siempre, el Cholo Cueva.
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