Confieso que aún estoy en la llamada “etapa de negación”. Ocurre con todos los duelos y este, qué duda cabe, es uno. Un duelo, una pérdida o al menos una amputación sentimental. Pareciera que fue ayer cuando estaba en la tribuna norte del estadio de Saransk, aplaudiendo las gambetas de Cueva, las proyecciones siempre impredecibles de Carrillo, y pidiendo que entrara Paolo (¡cómo era posible que el ‘9′ no estuviera desde el minuto uno de aquel partido que marcaba nuestro histórico regreso a los Mundiales!). Con ellos tres en la cancha, más Farfán, teníamos puesta la mejor mercadería en la vitrina. Eran nuestros mejores hombres, la mejor carnada en la caña.
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Se veían físicamente plenos, futbolísticamente indiscutibles, su jubilación era cosa del futuro remoto. En el 2018, uno pensaba –con un optimismo que solo ahora sabemos que era exagerado– que esos cuatro galácticos iban a durarnos no menos de diez años, un tiempo prudencial para que aparecieran relevos generacionales y para que el hincha fuera acostumbrándose gradualmente a la ausencia de sus ídolos.
Pero no. Nada salió como lo planeábamos. Farfán fue el primero en acusar el paso del tiempo en las piernas y decidió retirarse. Hizo bien, ya había dejado de ser el mismo. Pero poco después, y casi de golpe, nos hemos quedado sin Cueva, sin Guerrero y sin André. O quizá lo que toca decir es que ellos se han quedado sin la selección. Cada uno ha labrado su alejamiento del equipo nacional: Paolo con sus engreimientos de veterano, Carrillo con su indolencia y frivolidad, y Cueva con su machismo autodestructivo.
Es casi imposible verlos jugar otra vez con la camiseta de Perú. Pero incluso si lograran ser convocados por Fossati en mérito a sus improbables méritos deportivos, e incluso si tuvieran una eventual actuación memorable, la relación del hincha con ellos ya no será la misma nunca más. En solo seis años, los tres tomaron decisiones profesionales, y de las otras, que han opacado el sentimiento de genuina admiración que despertaron en el peruano de a pie. En un país donde casi todos los políticos, autoridades e instituciones defraudan, los futbolistas muchas veces se convierten en la única razón para creer en tu país. Pero cuando ellos también decepcionan por conductas reiteradas, uno siente algo más que rabia.
Ojalá que Guerrero muestre en Alianza algo más que los escombros de su talento; ojalá que Carrillo siga siendo engreído por los jeques; y que Cueva cumpla su ciclo en el reformatorio en el que debería estar ingresado. Alguna vez jugaron juntos por Perú y fue hermoso. Los testigos de aquellos partidos deben atesorar esas imágenes. Porque ya son recuerdo. Y no volverán a repetirse.
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