Hoy se cumple un año de la clasificación de Perú al Mundial. Es difícil valorar lo que ello significa para una generación que creció a la sombra de España 82 y que, durante una época que solo se puede calificar de oscura, se dedicó al amargo arte del hinchaje prestado y la filia ajena. La mundialitis fue la enfermedad cuyos síntomas se esparcían por doquier; la mirada a corto plazo y el pesimismo crónico fueron sus dolores más frecuentes. Una vez superada la enfermedad, sin embargo, no se puede decir que mucho haya cambiado a nivel dirigencial, al punto que la clasificación a Rusia parece haber ocurrido a pesar de Edwin Oviedo y no gracias a él. El dirigente ha logrado lo increíble: convertir una estupenda noticia deportiva en una lavada de cara que nos puede costar una suspensión de la FIFA y, con ello, truncar todo lo que a nivel deportivo se ha conseguido.
El nuevo ciclo de Ricardo Gareca tiene todos los indicadores positivos desde el punto de vista futbolístico. Quién mejor que él para liderar la transición de un equipo atrevido que reclamó un lugar entre los 32 mejores del mundo a otro, ojalá pronto maduro, que consolide el crecimiento y no reduzca lo ya ha hecho a una anécdota o un favor de la casualidad. La competitividad no es un hipo, es una meseta. Es un premio que se otorga a la constancia y no al repentismo o el azar.
Los retos en esta etapa son mayores, más aun si se cuenta con que el ‘Tigre’ no posee ya el factor sorpresa y que la clasificación a un Mundial ya no es una utopía para los peruanos, sino una obligación que reclama el aficionado. Las tareas se acumulan: preparar el recambio de quienes, por edad, no estarán ya en Qatar, como Guerrero, Farfán y Rodríguez; convertir a las promesas en cracks consolidados, como debería ocurrir con Tapia, Flores, Araujo y Santamaría; y consolidar la idea futbolística, que salió un tanto chamuscada en los partidos contra Dinamarca y Francia pero que revivió en la goleada propinada a Chile. Para ello se necesita estabilidad y gestión. El problema es que ambos factores están en duda.
La Federación Peruana de Fútbol está en crisis por culpa de Edwin Oviedo, quien ha sido incapaz de entender la altura de su cargo. El empresario azucarero ha manchado el puesto con acusaciones de homicidio, la crisis social de Tumán, el repudiable intercambio de favores que se desprende de los audios propalados por IDL-Reporteros y su atornillamiento en el cargo favorecido por los vaivenes del peor Congreso de la República que se recuerde. Hace ya mucho que los miembros que quedaban en la Comisión de Ética de la FPF –Francisco Dongo, Camilo Maruy y Fernando Carpio– renunciaron, así como el íntegro del Comité Consultivo. La posición de Oblitas, a cargo hasta fin de año de la gestión deportiva, es precaria, pues su período no solo tiene fecha de caducidad, sino que él ha asumido el pasivo de Oviedo bajo la idea, cuestionable, de que es posible sacrificar el prestigio de la institución en pos de un objetivo. Lo cierto es que esta operación no es plausible. Solo cuando los medios y los fines están alineados en un mismo marco ético es posible hablar de crecimiento, institucionalidad y proceso.
La permanencia de Gareca, como se ve, está instrumentalizada para disfrazar propósitos subalternos. Este es el peso que el argentino deberá soportar en su nuevo ciclo futbolístico: está a merced de un personaje cuestionable que necesita a la federación para limpiarse política, judicial y mediáticamente y que, al parecer, está dispuesto a hundir el barco para salvar su pellejo. No es el mejor contexto para trabajar. Quizás Gareca haya podido utilizar esa fragilidad para negociar condiciones privilegiadas amparado en su enorme popularidad. Pero eso implica distraer la concentración deportiva y emplearse en una estrategia política, un campo para el que dicho sea de paso no está negado, pero que ya le está generando reparos de la prensa seria.
¿Hay margen para resolver este entuerto? Solo una noticia podría servir de bálsamo: que Oviedo recapacite y dé un paso al costado, tal como se lo ha pedido el ministro de Educación, de tal forma que no involucre a la FPF en sus problemas y no exponga a la ruina todo aquello que se ha avanzado. Para tomar esa decisión se necesita grandeza. Y a cierta edad ya no se cree en milagros.
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