Renato Cisneros

La detención preliminar de Agustín Lozano por el caso Los Galácticos era ya una señal de oscuridad al inicio de una semana con doble fecha FIFA. Un mal augurio, digamos. O quizá el recordatorio de que allá adentro, en la cocina de la Videna, algo llevaba mucho tiempo pudriéndose como para seguir soportando la pestilencia. Un triunfo ante Chile nos habría alegrado el fin de semana, pero a la vez habría sobremaquillado la crisis de la federación, y nos habría distraído del objetivo primario que tiene hoy el fútbol peruano: una profilaxis a profundidad.

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Ya en el 2018, cuando fuimos al Mundial de Rusia, las practicas dirigenciales impuestas por Edwin Oviedo estaban lejísimos de ser transparentes (de hecho Oviedo mantiene asuntos pendientes con la justicia), pero la inenarrable felicidad de la clasificación eclipsó los ya visibles indicios de corrupción, y preferimos olvidarlos o ignorarlos: no fuera a ser que nos malograran una fiesta a la que habíamos tardado treintaiséis años en volver a ser invitados.

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Lo que ha salido a la luz en los últimos días que es tan asqueroso que no puede disimularse más, tanto así que lo mejor que podría ocurrirle a la selección es confirmar su eliminación del proceso este miércoles ante Argentina. Además es lo que futbolísticamente merecemos: quedar fuera. Salvo por ciertos momentos de dignidad y coraje que recordaron las dos eliminatorias recientes, el equipo de Fossati nunca terminó de cuajar.

El fracaso, sin embargo, no es culpa del técnico uruguayo: falló el comando, sí, pero la mala campaña obedece principalmente a que no hay suficientes jugadores con nivel competitivo internacional disponibles. Se necesitaba un relevo consistente a la generación que llegó a Rusia, pero ese recambio no se produjo por falta de material. Ni Peña ni Quispe son Cueva, Valera no es Paolo, Cartagena no es Yotún, Sonne no es Carrillo. En lo que sí se equivocó Fossati fue en preocuparse más del esquema que del estilo. En el tiempo que lleva como entrenador, Perú no ha mostrado un estilo definido, una propuesta, un lenguaje reconocible.

El partido con Chile fue el mejor ejemplo: llegamos al arco contrario poquísimas veces y casi siempre fue más por inspiración o empuje individual que por estrategia colectiva. Se vio lo que hay: un equipo cansado, sin ideas, sin variantes, sin hambre, sin méritos para siquiera pelear el repechaje. Pero el problema de hoy es, más que deportivo, es institucional. La federación es una casa inundada de lodo hasta el techo, y hasta que no quede limpio el último rincón, el Mundial volverá a ser para nosotros lo que en la práctica ya es: un punto remoto en un horizonte que nos hemos olvidado de mirar.