Damien Williams de Kansas City Chiefs  'taclea' a Tevin Coleman de San Francisco 49ers durante el Super Bowl LIV. (Foto: AFP)
Damien Williams de Kansas City Chiefs 'taclea' a Tevin Coleman de San Francisco 49ers durante el Super Bowl LIV. (Foto: AFP)
/ TIMOTHY A. CLARY
Christian Saurré

La lengua de un pájaro carpintero tiene la longitud suficiente para envolverse alrededor de su cráneo protegiéndolo, junto con otras partes de la cabeza, de las contusiones y los gajes propios de esa especie mientras golpea con su pico la superficie de un árbol. Esto no sucede -evidentemente- con los humanos. El cerebro humano, a diferencia de otras especies, no está diseñado para el impacto; este está rodeado por un fluido que lo aísla totalmente del cráneo pero que al ser sacudido no puede evitar el impacto contra la estructura de hueso, nada más parecido a una gelatina dentro de un taper mientras lo sacudes.

El caso de Aaron Hernandez, exjugador estrella de los New England Patriots, equipo de fútbol americano de la National Football League (NFL) y cuya historia se está dando a conocer por el reciente estreno en Netflix de “Killer Inside” (“La mente de un asesino”), propone a la Encefalopatía traumática crónica (ETC) como la principal causa de sus desórdenes mentales. Es decir, responsabiliza a los repetidos golpes en la cabeza de un jugador de fútbol americano de sus trastornos mentales. Esta degeneración muestra el daño neurológico a largo plazo por el que pasan muchos de los jugadores de la NFL, el mismo que se presenta, por ejemplo, en los boxeadores (demencia pugilística).

Algunas de las alteraciones que la ETC produce son: ira, depresiones, cambios de ánimo, impulsividad, pérdida de memoria a largo plazo, descoordinaciones motrices (algunas pueden confundirse con Parkison), entre otras. Algunos pacientes desarrollan depresiones que los han llevado al suicidio. En 2011, Dave Duerson decidió quitarse la vida disparándose en el pecho para que los médicos de la NFL puedan examinar su cerebro intacto de impactos de bala, pero con el ajetreo de quien jugo al fútbol americano en la línea defensiva por más de 9 años. Mike Webster, un ícono de este deporte, campeón 4 veces del Super Bowl murió en el 2002 a los 50 años después de varios problemas de conducta que desencadenaron en un ataque al corazón. Terry Long jugador ofensivo, se suicidó en 2005 tomando anticongelante para auto, Andre Water se pegó un disparo en la cabeza, Aaron Hernandez, el de Netflix, se ahorcó con sus sábanas en su celda en Massachusetts.

El médico nigeriano Bennett Omalu fue el primero en caer en la idea de la ETC (2002) y el riesgo de daño neurológico a largo plazo que representa para ciertos jugadores este deporte y que le ocasionó varios problemas con el mayor ente del fútbol americano en Estados Unidos, una industria que mueve más de 40 millones de dólares por año, según “Forbes” en 2012.

En 2009, un estudio de la Universidad de Michigan dio como resultado que las enfermedades relacionadas con problemas neuronales y demencia eran hasta diecinueve veces más frecuentes en jugadores de fútbol americano que en la población en general. Paradójicamente, el estudio fue a pedido de la propia NFL.

La NFL ha recibido centenares de demandas por la Encefalopatía traumática crónica. En 2011, 4.500 jugadores de Fútbol Americano retirados reclamaron daños y perjuicios ante la NFL y esta, años después, acordó pagarles más de 700 millones de dólares. Así frenarían la demanda colectiva más frenética de ese tiempo.

Parece ser que, fuera de la parafernalia del juego, las tribunas repletas de gente, padres ansiosos de que sus hijos sean estrellas de la NFL y el impulso de la tecnología para que el impacto –nunca nada más literal- de la dinámica del juego no afecte a sus jugadores, una verdad está cada vez más presente: nuestro cerebro no está diseñado para jugar al fútbol americano.

Este texto fue publicado originalmente el 3 de febrero de 2020 y se republicó en el marco del Super Bowl LV

Contenido sugerido

Contenido GEC