En la epidemia de fiebre amarilla que asoló Lima en 1868 desempeñaron un papel descollante por su eficiencia, generosidad y capacidad de trabajo, Manuel Pardo, futuro presidente de la República, y Manuel Amunátegui, director de El Comercio. Ellos eran presidente y vicepresidente de la Beneficencia Pública, respectivamente. Desde un primer momento se dividieron la dirección de los trabajos que consistían fundamentalmente en conseguir alojamiento, medicinas y alimento para los enfermos.
Amunátegui decidió levantar carpas en el empedrado patio de El Comercio, ubicado en el mismo predio de la calle la Rifa donde desde 1924 se levanta el al mismo tiempo sólido y airoso local que todos conocemos. El joven corresponsal de El Comercio en el Callao, José Antonio Miró Quesada, gracias a sus contactos con los armadores navieros pudo comprar buena cantidad de lona que sirvió para hacer posible el improvisado refugio donde se llegó a tener 42 enfermos. Pero nada era suficiente.
La Beneficencia dispuso que en las calles se colocara la mayor cantidad posible de grandes cilindros donde se quemaba pólvora, astas de toros y alquitrán para “desinfectar la atmosfera”. Con este mismo fin soldados de artillería llevaron desde el cuartel de Santa Catalina a la Plaza de Armas cuatro cañones que disparaban al aire cada media hora, también para limpiar la atmósfera.
El Arzobispo de Lima ordenó rogativas en todos los templos pidiendo a Dios que cesara la epidemia. A finales de abril se autorizó una procesión extraordinaria del Señor de los Milagros. El día 22 de ese mes decía El Comercio: “El número de los fallecidos ayer ha bajado a la cifra de 48, es decir 38 menos que anteayer. ¡Ojalá que esta disminución continuara y que pronto nos viéramos libres del flagelo! Sin embargo, se teme mucho que la epidemia prosiga en el invierno. De esperarse es que el cambio de clima influya prontamente en la proscripción de la epidemia”.
En mayo, siempre según El Comercio, moría un promedio de 65 personas diarias. Recién en julio desapareció lenta pero firmemente la epidemia. Las estadísticas elaboradas por la Beneficencia Pública y publicadas por El Comercio eran sobrecogedoras, teniendo en consideración que entonces la población de Lima bordeaba solo los cien mil habitantes. Entre marzo y junio la fiebre amarilla mató 4,222 personas. A causa de otras enfermedades, en el mismo lapso, fallecieron 1,522 más.
Los historiadores consideran que esta ha sido la epidemia que arrebató la mayor cantidad de vidas a nuestra capital. Revisando la colección de El Comercio sabemos que la fiebre amarilla causó importantes estragos en Lima en 1851, 1852, 1853, 1854, 1855 y 1867, pero la tragedia de 1868 no tiene parangón. Es de justicia recordar y honrar el espíritu de los limeños que supieron enfrentar valerosamente la epidemia y, una vez terminada esta, unieron esfuerzos para normalizar la marcha de la castigada y doliente capital.