Un mediano empresario decía que la Sunat lo fiscalizó durante casi ocho meses. Gastó mucho en expertos para atender el proceso, pero le objetaron donaciones a una ONG de su zona y que creía legítimas, pues era la vigilancia para que no les roben víveres o utensilios, pero la Sunat dijo que esos gastos no eran tributariamente aceptables por falta de rigurosas formalidades.
Le conté que incluso se objetan las contribuciones de empresas a su entorno o su comunidad. ¡Peor!, decía él con razón: si el Estado no es capaz de cumplir su función, por qué a la Sunat le molesta que los ciudadanos lo reemplacen, ¡como si la solidaridad estuviera proscrita!
Ahora que se discute tanto el tema tributario; por falta de argumentos o por el encono político afloran dudas básicas, como: ¿para qué tributar?, ¿en qué gasta el Estado lo que se recauda?
El contribuyente promedio busca una coartada moral para no pagar tributos o sentirse aliviado si no lo hace. Lo grave es que el Estado le dé argumentos, cuando gasta mal o no gasta, cuando se reciben más obstáculos que servicios de la administración pública o cuando se recauda en nombre de los más pobres y estos no se enteran, pues no aparecen las obras prometidas, o cuando proscribe actitudes que deberían ser un ejemplo.
Sin embargo, estos son atajos existenciales. El deber de toda persona si quiere pertenecer a una sociedad es tributar. El individuo es ciudadano porque tributa y eso va también para las empresas. La tributación sirve al bien común y eso debería ser suficiente.
El problema es que lo estatal no ayuda a convencer. Es necesario el cambio expansivo de chip en la Sunat que ha reclamado el ministro Thorne (y en todos los organismos).