Hace unos días, en una entrevista publicada en este Diario, la economista Liliana Rojas Suárez soltó una frase, cuya relevancia cala en todos los frentes de acción del sector público contra el coronavirus. “La informalidad se presenta ahora como un enorme costo para el Gobierno”, afirmó.
La idea no refiere únicamente a aquellos costos hundidos que la economía nacional ha normalizado en las últimas décadas (es decir, convivir con un mercado al margen de la ley que no responde a normativas laborales ni aporta al fisco y en el que participan 3 de cada 4 trabajadores peruanos).
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Más bien, se aproxima a un problema que la ministra María Antonieta Alva tuvo que reconocer públicamente apenas unas horas después. El lunes pasado, luego de indicar que el bono de asistencia de S/380 decretado durante la cuarentena se ampliará a trabajadores independientes, la jefa de la cartera de Economía y Finanzas expresó: “La informalidad del país hace que no tengamos toda la información necesaria para tomar decisiones”.
Para un oído distraído la frase no dice nada nuevo. A fin de cuentas, existen opciones informales en todas las esquinas y uno sabe que no son fiscalizadas (desde el ‘cachuelo’ y ‘trabajito’ hasta el taller completo). Pero se trata de una bomba que cae justo en el centro del problema económico y de salud pública que atañe al país.
Una regla básica en las ciencias económicas es que los recursos son limitados. Las naciones tienen un rango de acción restringido por su presupuesto, sus reservas y su capacidad de endeudamiento. Por ello, no pueden desarrollar todas las medidas que quisieran (no cuentan con los fondos suficientes para hacerlo).
En una economía de ingresos medios como el Perú, con una recaudación tributaria que en proporción del PBI no alcanza ni siquiera a la mitad de la de economías avanzadas, esto es particularmente cierto. Así (y con mayor razón que en países más desarrollados), el presupuesto que se destina a una política pública es también el que se deja de destinar a otra (su costo de oportunidad).
Por más fortaleza fiscal que exista, los recursos con los que cuenta el Perú para enfrentar la pandemia son proporcionales al tamaño de su economía y a sus carencias (en el pedido de facultades se adelanta que el Gobierno planea utilizar S/16 mil millones del Fondo de Estabilización Fiscal). Si a esto se suma el apagón informativo que trae la informalidad, el problema es aun más grave.
Al tomar decisiones presupuestarias para políticas de asistencia, como las que se están llevando a cabo en un contexto de emergencia, (solo el primer bono del Gobierno implica un gasto de más de S/1.000 millones), se debe apuntar a que el margen de error sea lo más pequeño posible. En una coyuntura que evoluciona todos los días (piensen en qué situación nos encontrábamos apenas un mes atrás), no hay espacio para equivocarse ni dinero para experimentar. Contar con una variable que no ayude a disminuir el margen de error puede salir bastante caro. Peor aun, cuando esta es tan grande y significativa como lo es la informalidad en el Perú.
A estas alturas, nadie puede estimar todavía qué tan profunda será la caída ni cuándo el virus estará completamente controlado (hay más de 6 puntos porcentuales de diferencia entre las distintas proyecciones económicas del comportamiento del PBI peruano para el 2020). De lo que no cabe duda es que el golpe será bastante fuerte (el Ejecutivo prevé la pérdida de más de un millón de empleos) y que la incertidumbre será la pauta bajo la cual se regirá la economía global en los próximos meses. En esa última cancha, lamentablemente, el Perú informal pone al país en una seria desventaja.