El 5 y 6 de marzo se llevó a cabo en Viena una reunión entre naciones exportadoras de petróleo. El principal tema en agenda: atender un pedido de Arabia Saudí para reducir la producción diaria de crudo y así hacer frente a la caída de precios por la menor demanda que ha causado el coronavirus.
La propuesta del país árabe era apoyada por los integrantes de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). En resumen, se trataba del recorte más grande desde la crisis global del 2008 (llevando la reducción actual de un millón de barriles a 1,5 millones por día), algo que a Rusia (uno de los principales productores del mundo y que no integra directamente la OPEP), no le gustó.
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Según argumentaron los representantes del país de Putin, el nivel de producción y el precio del crudo iban acorde a sus previsiones presupuestarias. Por ello, señalaron que no les interesaba reducir el número de barriles que sacan al mercado.
¿Pero qué pasó para que esa negativa llevara a que las bolsas del mundo colapsen? Pues que Arabia Saudí respondió al Kremlin bajando unilateralmente sus precios para hacer más atractiva su producción en mercados que normalmente adquieren crudo ruso. Así, el barril de petróleo se redujo con una caída porcentual en el precio que no se veía desde tiempos en los que el Perú experimentó el fujishock (el precio llegó a menos de US$35, tanto para el Brent como para el crudo liviano estadounidense).
Ahora, no es que Rusia se asustara con la amenaza árabe. El Ministerio de Finanzas ruso afirmó que cuenta con reservas para equilibrar el precio del petróleo, con una política de estímulo que aguantaría más de un lustro. Además, el ministro de Energía de ese país indicó que podrían incluso seguir aumentando la producción (hasta en medio millón de barriles por día), pero que no cerrarían las puertas a nuevas negociaciones para alcanzar acuerdos. Es decir, un incremento significativo en la tensión entre dos potencias petroleras.
Así, la incertidumbre desatada por estas naciones generó un terremoto de grado 8 en una escala financiera de Richter. Inversionistas encendieron alarmas el lunes pasado y las bolsas en Asia, Europa y Nueva York funcionaron a la baja con mínimos que no se veían desde la crisis global del 2008 (cifras que, tras los anuncios del presidente Trump del jueves siguieron cayendo). Mientras tanto, el índice de volatilidad (que mide el riesgo en los mercados), pasó de cotizarse a US$40 hacia la primera quincena de febrero a casi de US$400 el jueves 12 de marzo.
¿Y qué pasaría si esta guerra de precios se extiende? A nivel macro, las naciones cuyos presupuestos dependen principalmente de la exportación petrolera (como Venezuela e Irán) verán considerablemente afectados sus ingresos. En el caso peruano, los ya de por sí escasos lotes de exploración petrolera con los que cuenta el país se harán incluso menos atractivos para potenciales inversionistas (y la meta de Perú-Petro es alcanzar 44 nuevos contratos hacia el 2023).
Pero entonces, ¿al menos bajará el precio de la gasolina? La lógica dice que sí, pero la práctica demuestra que los nuevos precios no siempre llegan directamente al consumidor final. Según un informe de la Unidad de Análisis Económico de El Comercio, al trasladar la baja del precio del barril de petróleo a los consumidores locales, esto se hace de manera asimétrica (dependiendo del octanaje de la gasolina) y puede tardar hasta tres meses en reflejar una reducción (que no es proporcional a la disminución del precio del crudo).
No hay indicios de que la situación vaya a estabilizarse del todo en las próximas semanas. Menos aun si el coronavirus sigue sin ser controlado. Lo que es más grave, a partir del 1 de abril el acuerdo que mantienen los países productores de petróleo habrá terminado y si no se ha logrado uno nuevo tanto los rusos como los saudíes podrán inundar el planeta del líquido negro y llevar la guerra de precios a un siguiente nivel. Para entonces, sin embargo, quizá el dólar haya superado los S/3,60 y habrá otro problema para preocuparse.