Todavía no ha pasado un siglo desde que los países empezaron a calcular su producción con una medición que hoy es globalmente aceptada: el Producto Bruto Interno. A puertas de que se haga oficial la cifra que marcará el 2019 como el año con el peor desempeño económico nacional en una década, no está de más recordar ciertos puntos sobre una estadística que se ha vuelto la obsesión de tantos economistas.
En primer lugar, aterrizado a sus origines, el PBI no es sino una idea brillante que nació en la cabeza del economista Simon Kuznets en la década de 1930, cuando trabajaba en la Oficina Nacional de Investigación Económica estadounidense. Esta iniciativa, por supuesto, lo llevó luego a ganar el Premio Nobel por sus interpretaciones empíricas del crecimiento económico (aunque incluso sin ella creo que hubiera tenido méritos suficientes para que le otorgaran el reconocimiento).
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En corto, lo que el PBI trata de medir es cómo le ha ido a la actividad económica de un lugar tomando como base las aristas que la componen (empresas, individuos, sector público). Es decir, lo que este economista construyó fue una estadística totalizadora que cuantifica la gran mayoría de bienes y servicios producidos durante un periodo específico y en un espacio determinado (por lo general, un país). Así, cuando los factores de producción -ponderados al peso respectivo que tienen en la economía- tienen un buen año, este número crece, mientras que en un año malo se contrae.
Ahora, al ser este un indicador que comprende tantos sectores distintos, su cálculo no es incontestable. Por un lado -y cada vez con mayor frecuencia en las últimas décadas-, han aparecido detractores que cuestionan los puntos ciegos que el PBI no está midiendo o aquellos sobre los que no calcula su verdadero impacto.
Para algunos economistas, por ejemplo, es un error que no se considere el trabajo doméstico no remunerado o el voluntariado en esta medición. Otros expertos consideran una falla grave que no se reste la contaminación y otros daños generados al medio ambiente (externalidades negativas), y hay quienes cuestionan la validez de este indicador al no medir correctamente el bienestar o la calidad de vida. También es cierto que resulta sumamente difícil calcular los aportes que pueda brindar la economía informal o ilegal (y este segmento representa un porcentaje bastante importante en el Perú).
Por otro lado, las variables que componen el PBI no están escritas en piedra. Los mercados evolucionan. La economía peruana definitivamente no es lo que era en 1930 (aunque entonces el cobre ya ocupaba un lugar importante en la producción nacional), y no es tampoco lo que fue en el 2007 (año base que se utiliza para medir actualmente este indicador).
Esto ha cobrado particular importancia recientemente luego de que el presidente del Banco Central, Julio Velarde, opinara que considera necesario actualizar la forma en que se calcula el PBI (“Las cifras no parecen ir con el crecimiento del producto”, señaló). La idea fue rápidamente compartida por la ministra de Economía, Maria Antonieta Alva, quien además transfirió recursos al INEI para este fin.
No cabe duda de que el cálculo del PBI peruano necesita ser afinado, pero nadie debería esperar que solo por eso aparezcan números más altos en la medición. Es más, si todo sigue igual, no sorprendería que con el nuevo cálculo los resultados sean incluso más bajos (y es que el jefe de INEI, José García Zanabria, adelantó que “la incidencia y la ponderación de la minería en el próximo año base será menor”).
Pese a todas las críticas que puedan existir, el PBI es hoy la mejor manera de cuantificar cómo nos va como país en términos económicos y en comparación con otras naciones. Pero este indicador solo refleja lo que muestra la producción. Finalmente, el crecimiento económico no surge espontáneamente, y calibrando la forma como se calcula no llevará a que aparezcan los puntos que perdimos en los últimos años.