(Foto: El Comercio)
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Gonzalo Carranza

La denominada se llama, en realidad, Ley que regula la . Sin embargo, para todo fin práctico, esta norma prohíbe la actividad publicitaria del Estado. Y, con ello, se pierde la oportunidad de, efectivamente, regular un ámbito de la gestión pública que funciona de manera deficiente.

Si la publicidad del Estado fuera la de una empresa privada, se le podrían diagnosticar al menos tres problemas: uno de creatividad, otro de planeamiento de la inversión publicitaria y, finalmente, uno de escaso entendimiento para operar con los diferentes medios a su disposición.

Entre los defensores de la Ley Mulder se repetía como ejemplo de “despilfarro” un aviso publicitario de la Sunedu, el cual presentaba a esta entidad como “la tía brava” que podía ayudar a los universitarios. Un desastre creativo en toda línea. Pero el ejemplo muestra un problema que nada tiene que ver con la inversión en medios privados, sino con la incapacidad del Estado de recurrir al mejor talento publicitario, lo cual, a su vez, tiene que ver con la normativa de contrataciones, que privilegia el precio sobre las credenciales creativas y los ‘pitch’ de ideas, conceptos y estrategias. He aquí un punto para reformar. 

Además, hay un problema con el perfil de los tomadores de decisiones en el sector público: las entidades del Estado no tienen gerentes de márketing que puedan pensar una campaña de forma holística y aterrizarla en una definición de públicos, un entendimiento de necesidades y de canales de comunicación, y procesos de ‘briefing’ y aprobaciones con sus agencias equivalentes a los que se observan en el mundo privado. Usualmente, los encargados de comunicaciones en el Estado tienen la visión de jefes de prensa o de operadores políticos. 

En cuanto al planeamiento de la inversión, otra de las conclusiones del debate es que los criterios para decidirla y asignarla son un tema pendiente, al igual que la negociación y compra centralizadas. Aquí nuevamente los defensores de la Ley Mulder tienen evidencia anecdótica -publicidades en medios de escasa circulación, sobre todo- que apuntan a la necesidad de regular y reformar, no de prohibir.

Finalmente, en el Estado resaltan problemas para entender y operar con medios de comunicación, nuevos y viejos. Me centraré en los primeros, como Internet o redes sociales, pues la Ley Mulder los deja como único canal viable. De primera mano, dada mi tarea periodística, conozco las penurias de navegar en los sitios web estatales, casi sin excepción. Y en redes sociales, hace tiempo que lograr grandes niveles de alcance de forma orgánica se volvió una utopía. A Facebook, Google, Instagram o Twitter hay que pagarles, lo cual es una misión casi imposible con el marco de contrataciones públicas.

Para los problemas detallados, la Ley Mulder es como esas sangrías de la medicina antigua, que en su intención de curar a un enfermo lo terminaban matando.

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