La reciente publicación de los datos del INEI que señala que la pobreza en el Perú se incrementó a 27,5%en el 2022 sólo ha sido el triste resultado del despliegue de un programa de gobierno que estuvo condenado al fracaso desde el principio. En un 2022 en el que aún nos estaba costando retomar el nivel de dinamismo postpandemia y en el que la inflación global evaporaba los bolsillos de los peruanos, a la administración Castillo no se le ocurrió mejor cosa que hostilizar a la inversión privada con mensajes y políticas que encogía la posibilidad de crecer con fortaleza y generar empleo. Más de 600 mil peruanos han incrementado las filas de los pobres en el 2022, por culpa de un presidente que decía preocuparse de los pobres.
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El problema que tenemos de acá para adelante es que, si seguimos manteniendo el magro dinamismo actual -cuya proyección anual para el 2023 se aproxima cada vez a 2,0%- vamos a tardar más de dos décadas en recuperar la tasa de pobreza que teníamos antes del episodio Covid19. Políticamente, esto es sumamente peligroso, porque las condiciones sociales bajo estas circunstancias terminaran afectando, con alta probabilidad, las condiciones de gobernabilidad.
Dicho lo anterior, basta constatar la literatura económica que nos muestra evidencia contundente del papel del crecimiento económico basado en productividad, en la reducción de la pobreza. En el caso peruano, basta recordar que la fuerte pendiente de descenso que experimentó la tasa de pobreza en el Perú entre el 2004 y el 2014 fue de casi 40 puntos porcentuales, desde niveles que bordeaban el 60%. Para ese entonces, la economía estaba acostumbrada a crecer en torno al 4,0%- 5,0%. Cifras que hoy parecen imposibles.
El problema del desinfle del crecimiento está en que desde hace poco más de una década empezamos a observar un giro preocupante en las decisiones de políticas públicas, orientadas más a medidas redistributivas – que pueden estar bien- pero dejando de lado las necesarias reformas pro-competitividad que necesita un país que necesita seguir creciendo. Así, venimos viviendo un período largo de fatiga de reformas, inestabilidad política creciente, pandemia y Pedro Castillo, para coronar el desastre.
Hoy tenemos un nuevo gobierno, lamentablemente con grandes debilidades: sin partido político que la apoye; con muy baja popularidad; con un ataque furibundo por parte de los partidos de izquierda local y de gobiernos de la región con similar cariz político haciendo campaña en contra en el exterior; la herencia de una burocracia en escombros que hay que rearmar; y un Congreso díscolo que en cualquier momento puede poner el país patas arriba. Y claro, la estela de un aparato productivo débil y con una pobreza cada vez mayor.
Al gobierno de la presidenta Boluarte no le queda otra cosa que dar un giro de 180 grados respecto a las políticas de su predecesor. Para ello, no sólo bastará ir repitiendo su interés por dar confianza a una inversión privada, sino plantear acciones concretas que permita eliminar las barreras que están impidiendo su rápido despliegue. Uno de los sectores que hoy pueden tener una sensibilidad importante a estas políticas, de cara a dinamizar los compromisos de inversión es el sector minero que, recordemos, fue una de las principales víctimas de la política castillista. Si es que este gobierno no asume la responsabilidad de esta urgencia, lo que nos va a esperar es un país cuyo descontento puede llevarnos no sólo a repetir los errores, sino a hacerlos peores.